Isla Desmanes

Namida había escuchado que los ocupantes de la embarcación que la había transportado tardarían sobre unas tres horas en recoger todo lo que necesitaban. Cuando la joven se aseguró de que no hubiera nadie por la cubierta, o que si había alguien no la descubriera, salió de su escondite. “Por fin”, pensó la joven mientras se estiraba una vez había llegado a tierra.

Miró hacia el barco y se dio cuenta de algo que no había podido ver en dos días. Había estado viajando en un barco pirata y eso hizo que un escalofrío recorriera su columna vertebral. Lanzó una mirada a su alrededor y vio que era una isla. Había pasado sin comer casi dos días y se alegraba, en el fondo, de haber aceptado esa extraña fruta ya que de ese modo había podido llenar algo la tripa.

Volvió a mirar a su alrededor ya que no había visto nada la primera vez, cosa que le pareció extraña. Cerró los ojos y al volver a abrirlos vio algo de movimiento en una de las tiendas al mirar el escaparate se dio cuenta de que se trataba de un bar-restaurante.

Con mucha hambre Nami se dirigió hacia él y al entrar vio que había casi toda una tripulación dentro del bar. Se acercó a la barra aguantando todos los piropos de sus transportistas y al llegar se sentó en uno de los taburetes.

–Eres muy valiente al salir así –dijo la mujer joven que atendía el negocio. Con una ceja alzada, Nami, le hizo una pregunta muda. La otra se le acercó un poco y colocando la mano ante la boca le respondió– por todos los chicos que la acompañan, señorita.

–No son mi compañía –afirmó con voz segura “Solo mi transporte” pensó con una sonrisa socarrona.

–Hermosa dama –llamó el que parecía el capitán del navío– me he dado cuenta de que no hay nadie por las calles aunque es plena mañana.

–Eso se debe a los fantasmas que rondan por aquí, señor –dijo la chica solemnemente bajando la cabeza. Cerró los ojos y se dedicó a limpiar la barra mientras escuchaba las estridentes risotadas de los crueles corsarios.

–No creo que existan los fantasmas, mujer –informó el capitán mientras los demás le seguían entre graves risotadas.

El hombre pagó todo lo que había consumido su tripulación y con una sonrisa pagó también lo que había tomado Nami, mientras alegaba con una sonrisa amarilla:

–Una hermosa dama no debe pagar nada con el dinero de su propia cosecha, no al menos ante mis ojos. Soy un caballero después de todo.

–Sí, un caballero que tiene grandes halos de grandeza –murmuró para sí la joven de largos cabellos morenos con una segunda sonrisa socarrona. Tras el comentario de Namida todo el bar quedó en completo silencio.

–Me gustas muchacha –dijo el capitán entre risas pasados un par de minutos. Pidió una bebida e hizo que Nami lo acompañara.

–Lo lamento, pero tengo mucha prisa –dijo la joven malhumorada como escusa. Se levantó de la silla y cuando estaba por salir dio media vuelta y dijo– por cierto, tú a mí no me gustas nada.

Tras esas palabras salió a tomar el aire. Escuchó como dentro del bar el hombre que se había sentado a su lado se largaba a reír fuertemente mientras decía algunas palabras:

–Si se hubiera tratado de un muchacho ya no tendría lengua. Me gusta la loca valentía de esa joven.

Caminó por las desiertas callejuelas mirando a todas las casas agrupadas en lo que parecía un pueblo. Al fondo de todo había un bosque que se internaba en la isla todavía más. Tuvo curiosidad sobre lo que le había dicho la encargada del bar. “¿Fantasmas?”, se preguntó mientas negaba con la cabeza. Una niña se la encontró por la calle y le indicó que la siguiera, que no era seguro quedarse en la calle.

La pequeña la llevó a una casa que había casi en la entrada del bosque, allí vivía una familia que constaba de la niña y sus padres. Allí le explicaron lo que ocurría. Le contaron que vivían amenazados por unos fantasmas que no dejaban de gastar bromas. Destrozaban las cosechas, robaban todo lo que podían...

–Pero los fantasmas no roban –murmuró para sí. Tenía la ligera idea de que no se trataba de fantasmas sino de simples humanos.

Namida pidió que le siguieran contando más sobre esa leyenda y cuando supo suficiente salió de la casa dando las gracias.
Miró el sol, habían pasado casi las tres horas y tenía que irse. Maldijo por lo bajo pensando “Ya llegará otro barco.”, podía más en ella la curiosidad que otra cosa. Preguntó en otras casas y locales y todas le contestaban lo mismo.

Cerró los ojos mientras se colaba en la cueva donde, le habían dicho, vivían los fantasmas. Una de las familias le había dicho que los fantasmas solo los dejaban siete horas, “Siempre las mismas”, pensó con duda.

Se dio cuenta de que la cueva se internaba en el bosque y que eran muchas bifurcaciones, una detrás de la otra.

Miró a todos lados sin decidir si debía seguir adelante o no. Todavía tenía tiempo para volver al barco y esconderse en su bote. Un ruido hizo que se despistara un momento. Miró a todos lados y tomó su decisión.

Caminó lentamente, adentrándose en la cueva. Los pasillos eran cada vez más estrechos por lo que se le hacía difícil continuar adelante. Llegó a una zona en la que solo podía seguir yendo a gatas. Continuó lentamente por las estrechas galerías y al final llegó a una zona donde todo era verde.

Miró a su alrededor asombrada de todo lo que veía. Según se había dado cuenta todas las gentes de la isla creían que ahí vivían los bromistas fantasmas. Caminó durante una larga hora y vio hermosos parajes. Había todo tipo de plantas y eso hizo que se maravillara.

Frunció el ceño al llegar a una zona escondida entre toda la maleza. Se trataba de un pequeño claro que se encontraba rodeado por enormes árboles que parecían centenarios. Miró el interior del claro sin encontrar nada. Se internó en él con la daga en la mano y miró hacia todas las direcciones.

Se sentó sobre una roca que era tapada del sol por las ramas de uno de los enormes árboles. Decidió que descansaría un rato antes de continuar buscando o de volver al pueblo. Cerró los ojos y apoyó la espada en el tronco preparada para descansar un poco.

En su cabeza comenzó a pasar todo lo que había vivido hasta ahora como si de una película se tratara. “No podré dormir”, se dijo con pesadumbre sin abrir los ojos. Por un momento sintió que sus sentidos se agudizaban un poco más por cada segundo que pasaba.

Escuchó, con toda claridad, cómo algo caía en su dirección. Debido al sonido del viento supo, extrañamente, cuando iba a llegar hasta ella. Namida siguió con los ojos cerrados ya que no quería ver solo, y extrañamente, le sobraba con escuchar. Justo antes de que el objeto que había caído chocara contra su cabeza Nami saltó a una velocidad no humana.

Tras sentirse a salvo abrió los ojos pero los tuvo que cerrar para acostumbrarse a la intensa luz. Esperó para que sus ojos no le dolieran. Y al abrirlos poco a poco los fijó en el objeto que por poco le da. Era una gruesa piedra que se había partido con el choque contra el suelo. Cerró los ojos pensando en que hubiera sido de ella si no hubiera podido esquivar la roca. Subió la vista hacia el lugar desde el que había caído la piedra y se dio cuenta de que arriba del árbol había algo.

Se llevó la mano a la frente para quitarse el sudor y poder ver mejor lo que había. Entonces se dio cuenta de que sus manos ya no eran como antes. Ahora eran como garras también sintió que algo le hacía cosquillas en la espalda y al darse la vuelta se encontró con una cola. La tomó entre sus manos y la apretó de entre sus labios salió un gruñido de dolor. Así se dio cuenta de que le pertenecía. Lanzó un grito que hizo que todos los animales que había allí salieran volando.

Debido a lo ensimismada que estaba en descubrir lo que le ocurría no se dio cuenta de que unas cuantas, y diminutas, sombras habían descendido del árbol y le hacían frente con pequeñas armas de madera.

Miró a su alrededor para ver que solo eran un grupo de niños. Lanzó un gruñido y eso hizo que todos dieran un paso atrás. Tenían miedo de ella y eso hizo que lanzara una sonrisa escalofriante. Si todo era como ella imaginaba iba a ser muy divertido. Aprovecharía su nueva forma para asustarlos.

–¿Sois vosotros aquellos que no dejan de gastar bromas a las pobres gentes de la ciudad? –preguntó la joven mientras los miraba a todos uno por uno.

–¿Qué te importa eso a ti? –preguntó uno de los críos mientras daba un paso vacilante hacia ella. El pequeño alargó el brazo mostrándole el arma que portaba con él. Namida cerró los ojos pensativa.

–Yo soy el protector de esta isla, y vosotros me habéis despertado –dijo con una sonrisa tétrica mientras abría, lentamente, los ojos y miraba a todos los niños– y me he levantado con mucha hambre.

Todos los pequeños la miraron con miedo y eso hizo que sonriera interiormente. “Esto va a ser muy fácil, demasiado como para no aburrirme”, pensó con algo de regocijo y frustración mientras levantaba una de sus manos.

–No... Nosotros solo queríamos divertirnos –murmuró uno de los más pequeños mientras daba un paso hacia delante. El niño bajó la cabeza, parecía arrepentido– no sabíamos que íbamos a despertar a nadie.

–Si dejáis de gastar bromas prometo no hacer daño a nadie –afirmó la joven mientras lanzaba una sonrisa. El mayor de todos los jóvenes la miró desconfiado.

–¿Cómo sabemos que no harás daño a nuestras familias ni a nosotros? –preguntó el niño alzando una ceja. Mientras bajaba el arma que había mantenido en alto toda la conversación.

–Volveré a dormir si me prometéis que nunca volveréis a hacer eso. Pero si rompéis la promesa –la joven se interrumpió mientras lanzaba una sonrisa maquiavélica– despertaré de nuevo y mataré a toda la isla.

Los niños se fueron corriendo a sus casas para asegurarse que el monstruo no hubiera matado a sus familias. Cuando estuvo a solas Namida se sintió normal de nuevo.

–Así que ese es el poder de una fruta del diablo, ¿Eh? –preguntó una voz– deberás entrenarte para controlarla.

Namida buscó a aquel que le había hablado sin éxito alguno. Preocupada decidió que no haría nada por el momento, que lo dejaría pasar. Pensó que había sido su imaginación la que le había hablado. Miró en todas las direcciones, por cuarta vez, para ver si lo veía pero no obtuvo resultado. Como esperaba. Decidida a que las gentes del pueblo no volvieran a ser sometidas a absurdas leyendas recogió todo lo que pudo de la casa del árbol que habían construido los muchachos.

Rebuscó entre las cosas que había por la caseta. Encontró un libro de medicina, un montón de píldoras que no conocía, y montones de cosas más que recogió y se echó a una lona. Escondido en uno de los cajones había 200 Berrys que tomó y se echó a su mochila “Esto será cómo un pago”, pensó mientras se colocaba la bolsa en el hombro y se dirigía a la puerta de entrada. Miró hacia detrás y lanzó una sonrisa que parecía escalofriante. Bajó de la casa de un salto y llegó al suelo como si nada. Tras unos segundos de silencio completo comenzó a caminar lentamente por el claro y penetró en la cueva.

Al llegar al otro lado casi todas las familias estaban en la calle besando a sus hijos que habían salido en horario de los fantasmas. Namida llegó a su lado y lanzó la bolsa al suelo. Todos los adultos se acercaron a ver que había en la bolsa y se sorprendieron al ver que eran todas sus cosas. Miraron a Namida con interrogación y ella procedió a explicarles.

–Esos fantasmas solo eran un grupo de mocosos que no sabían que otra cosa hacer –dijo la joven mientras miraba como todas las familias recuperaban sus pertenencias– se escondían en un claro que hay al atravesar la cueva.

–Gracias, joven –musitó una anciana caminando encorvada hacia ella– los fantasmas no resultaron ser más que un grupo de jóvenes aburridos. Recibirán su justo castigo, gracias por todo.

–No hay de que –respondió Nami con una sonrisa. Pensó en sus necesidades– ¿No sabrá, usted, de algún barco que salga de esta isla?