Más que dinero

El solitario viaje de Jacqueline la llevó hasta las costas de Baterilla, una isla perdida del South Blue donde todo era paz, amor, tranquilidad y buen rollo entre gentes. Precisamente, porque pocos piratas y marines solían frecuentarla, debido a su posición apartada del resto de mares y a sus pocos recursos. Al no ser más que un pueblo aparte, no despertaba mucho interés.

Por eso, nada más desembarcar, a Jacqueline le pareció un buen lugar para quedarse durante un tiempo. Ella no tenía nada que ver con el tal Jean’s Rocket que la Marina buscaba, y sabía perfectamente que no era más que una piltrafilla que cualquier marine experimentado podría atrapar. Necesitaba hacerse más fuerte para llegar a Grand Line y aquel era tan buen sitio como cualquier otro.

Arribó el bote en un lugar seguro y escondió todas sus provisiones. No pensaba gastar dinero en un hospedaje porque sería derrochar cuando ella se conformaba con dormir allí. Lo único que tenía que asegurarse de que no se lo robaban. En algún momento, se inclinó demasiado sobre el extremo de la barca y perdió el equilibrio, cayendo al agua.

Enfurruñada por haberse dado tan estúpido golpe, se fue hundiendo y trató de ascender con sus habilidades de buceo impecables, que nunca la habían fallado. Y de pronto, se dio cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles. Seguía cayendo hacia el fondo del mar, como un peso inerte.

Cuando comenzaba a perder el conocimiento, un viejo pesquero que la había visto caer fue en su ayuda. La subió con alguna dificultad de nuevo a la tierra y Jacqueline comenzó a escupir toda el agua que había tragado, sin llegar a comprender aún del todo lo que había pasado.

—Muchacha, ¿no sabes nadar? —le reprochó el pesquero, secándose la ropa.
—¡Claro que sí, viejo! —se enfureció Jacqueline, aún confusa—. ¡Son estas malditas aguas! ¡No me dejaban regresar a la superficie!
—Así que era eso. Mmm… Quizá no sean las aguas, moza. Piénsalo —rió el viejo lobo de mar, volviendo a su barca y marchándose, dejando a Jacqueline pensativa.

¿Qué había querido decir el pesquero? Jacqueline, que no notaba que nada extraño hubiese ocurrido en su cuerpo, ni siquiera lo imaginaba. Aunque haciendo un poco de memoria, recordó que existían ciertas personas incapaces de nadar… ¿Cómo los llamaban? Usuarios de algo… pero no sabía exactamente “de qué”. Al final, se dio por vencida y volvió a culpar a aquellas malditas aguas. ¿Qué otra explicación podía haber, sino?

Al entrar en el bar del pueblo, Jacqueline notó que estaba mucho más silencioso que de costumbre. Había ido directamente allí desde el puerto, porque aunque aún le quedaban reservas de sake, quería más. Y de mejor calidad, a ser posible. Las últimas le habían dejado un regusto amargo.

Se sentó en la barra y esperó a que el camarero la atendiese, escrutando a su alrededor las pocas personas que había en ese momento. Apenas hablaban entre ellas, como si quisiesen pasar desadvertidas, ni tampoco había borrachos o alborotadores molestando. Casi se antojaba como si acabase de pasar un batallón entero de marines y se hubiese llevado a todos los animados piratas que siempre acudían a aquel tipo de tugurios a victorear que estaban en tierra firme nuevamente.

El camarero tardó un rato en acercarse y cuando la vio, abrió mucho los ojos, como si la hubiese reconocido. Jacqueline frunció el ceño al ver su expresión y miró de reojo a los carteles que había al otro lado de la barra. En efecto, allí estaba el suyo. No obstante, contaba con que el joven no hiciese ninguna tontería y pasara por alto su recompensa, a cambio de no perder un cliente.

—¿Qué desea? —preguntó, con toda la amabilidad del mundo.
—Sake e información. Pero tráeme primero el sake —exigió Jacqueline.
—Como queráis.

El camarero llenó la copa tras la barra. Jacqueline no le quitó el ojo de encima, porque no quería perderlo de vista. Presintió que estaba cavilando acerca de su situación, y como la joven pirata quería beber sin preocupaciones, quería asegurarse de que no haría ninguna estupidez como avisar a los marines.

—Aquí tiene.

Jacqueline vació la copa de un solo trago antes de volver a dirigirse al camarero, para pedir más. El muchacho no tardó en obedecer esta vez.

—¿Qué nuevas hay en la isla? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó Jacqueline, mientras observaba con avaricia la copa de sake que le estaba rellenando.
—Nada, en realidad —murmuró el camarero—. Los marines no se han acercado por aquí porque no hay piratas reconocidos cerca. Aunque…
—¿Aunque…?
—Han pasado cosas. Muchos piratas han venido porque existen rumores de un fabuloso tesoro en la isla. Sin embargo, como pelean constantemente entre ellos, ya se han encontrado muertos a unos cuantos.
—Menuda novedad —Jacqueline puso los ojos en blanco. Las muertes entre piratas no eran nada novedoso.
—Pero… Pero… ¡Es un botín muy preciado! No tienes nada que perder por intentarlo…

Jacqueline enarcó una ceja. ¿Un camarero de pueblo, instándola a que buscara y robara un tesoro? Había algo que no cuadraba. Sin embargo, optó por no responderle, terminarse la última copa, pedir algunas provisiones y regresar al bote a descansar.

Las luces del alba despertaron a Jacqueline, que dormía plácidamente al son de las olas en su bote. Sí, había sido una noche asquerosa porque no era un sitio especialmente cómodo, pero todo fuese por ahorrar. Además, cuanto más dinero tuviese, más sake compraría.

Era primera hora de la mañana y Jacqueline ya estaba cabreada. ¿Por qué diablos había tenido que levantarse tan pronto? No, a la joven no le gustaba nada ese nuevo despertador llamado Sol, pero poco podía hacer para remediarlo, así que se arregló, tomó un desayuno pobre y regresó al pueblo, para terminar de comprar las provisiones. Aún era pronto, por lo que ningún comercio estaría abierto, pero de ese modo podría explorar el lugar entero y evitar perderse más tarde.

Fue una suerte, porque pudo ver la sobrecogedora escena que se produjo en una de las calles paralelas del garito donde había estado el día anterior. Al girar la esquina, vio a un par de hombres enormes y musculosos, uno con un hacha y otro con una cimitarra, acabar con la vida de otros dos. Jacqueline retrocedió para esconderse y mirar de reojo. Uno de los asesinos rió enérgicamente, mientras sacaba unos cuantos carteles que llevaba arrugados en el bolsillo.

—¡Dos menos, Kanh! —y tachó con una X gigante las fotos de los hombres que acababan de matar.
—¿Quiénes son los siguientes?
—Pueees… Hay una pandilla bastante novata de piratas que arribaron ayer y… una solitaria de poca monta.
—¡Olvídate de los desconocidos! ¡Recuerda que vamos a por las piezas grandes! —le reprochó su compañero—. Nos encargaremos del grupo, que seguro que eso llamará más la atención. Pero antes, vamos a avisar a “la base”.

¿Cazarrecompensas? No, no era posible. Sino, se habrían llevado los cuerpos para entregarlos a la Marina. ¿Ladrones? Tampoco. Ni habían tocado el dinero. Entonces, ¿qué? Jacqueline no comprendía qué pretendían aquellos tipos, pero no era nada bueno. Atravesó el callejón, sin olvidarse de robar el dinero a los piratas muertos que los otros habían dejado, y les siguió sigilosamente.

Los hombres no fueron muy lejos. Se metieron por la puerta trasera de un local y cerraron con pestillo desde dentro, sin haberse percatado de que Jacqueline les había seguido hasta allí. La pirata no tuvo que acercarse a la entrada principal para comprobar de dónde estaba: era el mismo bar que había visitado el día anterior.

Igual de cuidadosa, miró por una de las ventanas, a tiempo para ver cómo los matones bajaban unas escaleras hacia el sótano, perdiéndose de nuevo de su vista. No se dio por vencida. Rompió el cristal de la ventana y la abrió desde fuera. Probablemente hubiese hecho un ruido significativo en el interior, pero esperaba que desde el subterráneo no hubiesen escuchado nada.

Entró por la ventana y observó a su alrededor. Estaba en una habitación pequeña, la típica bodega de bar que no tenía nada en particular, salvo la trampilla oculta que bajaba hacia el sótano. Antes de internarse en ella, Jacqueline aprovechó para quitar el pestillo que habían echado antes a la puerta, por si acaso tenía que salir huyendo. Una vez hecho, se aventuró con cuidado por las escaleras. Desde ese punto, le llegaban las voces de las personas que había allí hablando.

—Jia, jia, jia. Sí, sí, lo entiendo —rió el mismo de antes—. Si comienzan a correr rumores de que Baterilla es un lugar seguro libre de marines, los piratas que huyen vendrán aquí para esconderse, incluso aunque lleguen noticias de muertes misteriosas de otros piratas. La mayoría son tan estúpidos que siempre piensan que será diferente para ellos, jia, jia, jia.
—¡Exacto! ¿Y sabes cuál es la cabeza que buscamos, no?
—¡Sí, sí! ¡La de…! Eh… no, no me acuerdo.
—¡La de Ninet Reina’s, por supuesto, zopenco! En cuanto esa pirata venga, la daremos caza y se la entregaremos a la Marina. ¡Y convertiremos a nuestro jefe en Shichibukai!
—Déjalo, Kanh, Eiichiro es demasiado estúpido para comprenderlo —le reprendió una voz más grave, del capitán de los otros dos.
—¿Y para qué quiere el jefe convertirse en…? ¡Ah…! ¡Ya lo entiendo! Así podremos robar y saquear sin esos molestos marines, ¿noooo?

Jacqueline quiso reír a carcajadas en cuanto comprendió su razonamiento. ¿Convertirse en un perro de los marines… a cambio de inmunidad? ¡Bah! ¡Perderían mucho más obedeciéndolos que por huir de ellos! Ni siquiera se merecían llamarse piratas.

Jacqueline se dio cuenta de que ya había tenido suficiente. Aquellos tipos comenzaron a hablar de temas con menor importancia, como los piratas que ya habían masacrado y los pocos resultados que habían obtenido. A la joven pirata sólo le importaban una cosa: que ella se encontraba entre sus siguientes víctimas y que, por supuesto, no pensaba caer de una forma tan estúpida. Ni tampoco marcharse de Baterilla para no tener problemas. La mejor solución era acabar con ellos en ese momento y librarse de esa molestia para siempre.

Sólo algo la detuvo: una nueva voz, que reconoció del camarero. No era de extrañar que estuviese compinchado con ellos, ya que aquella era su base. Probablemente fuese él quien invitara a los piratas a quedarse propagando ese falso rumor sobre el maravilloso botín, al menos, los días suficientes para que los demás les diesen caza antes de que se marchasen. Pero, ¿quién era tan idiota como para tragarse ese cuento? Unos cuantos, por lo que pudo escuchar Jacqueline.

Finalmente, harta de esperar, Jacqueline irrumpió en la sala. Antes de que los piratas pudieran reaccionar, disparó una flecha al corazón de Eiichiro, el que más peligroso consideraba por su tamaño y su hacha. Acto seguido, antes de que la alcanzara, hizo lo mismo con Kanh, que cayó a sus pies.

—¿Quién cojones…? —soltó el capitán, un hombre gordinflón que aún estaba sorprendido por el repentino ataque.

El camarero, o pirata infiltrado, al reconocerla, chilló como un chiquillo asustado y se escondió tras un barril de los que había allí almacenados. El jefe, repuesto, gruñó enfadado y le lanzó un pequeño cuchillo que giró sobre sí mismo directo a Jacqueline. La pirata, que no se había podido apartar a tiempo, se agachó y contempló, anonadada, como al poner sus manos sobre la superficie una pared de madera se había alzado ante ella protegiéndola y librándola del mortífero cuchillo.

—¿Qué? ¿Un usuario de la Akuma no Mi?
—¡Ah! —recordó Jacqueline, sonriendo—. Así que era eso.

Por fin entendió porqué no había podido nadar. Y al hacer memoria, supo exactamente lo que había pasado. ¿Por qué diablos tuvo que comer aquella fruta tan rara? ¡Maldición! ¡Ni siquiera se dio cuenta de que era una Akuma no Mi! Tendría que haber sospechado de que algo tan peculiar no fuese venenoso.

Oculta tras el muro, cargó otra flecha y, a tan poca distancia, abatió sin problemas al capitanucho. Una vez estuvo acabado, se acercó a él y, sólo para asegurarse, le sacó la flecha y se la volvió a clavar en un punto vitar. No quería dejar a nadie vivo, ahora que la habían visto.

Luego, se volvió hacia el aterrorizado camarero, que la observaba con unos ojitos que pedían compasión. Quizá fuese un pirata, o quizá no, pero Jacqueline no se podía permitir mostrar piedad. Sin mediar palabra, disparó la flecha que siempre llevaba cargada en su ballesta, para que el joven no intentara huir al verla sacar el arco.

Terminada la sangrienta faena, registró sus pertenencias, se cargó al hombro uno de los barriles de sake para sacar bebida gratis, al menos, y se guardó su propio cartel de recompensa en el bolsillo, para que nadie más lo viese cuando encontraran los cuerpos. Evitaría a toda costa que la identificasen, para permanecer allí un tiempo y hacerse más fuerte, sobre todo ahora que era una usuaria de la Akuma no Mi.

Finalmente, se marchó, dejando los cuerpos atrás, con la intención de volver al bote para echarse una siesta más larga, sin remordimientos de ningún tipo. Así era el mundo: o eras fuerte, o los fuertes te comían.