Viejas historias...

Jacqueline llegó a la Villa de Syrup por caprichos del destino. Tras la pequeña aventura vivida en Loguetown, ella y Byakuran se habían embarcado nuevamente hacia South Blue, con el propósito de reunir tripulantes, dinero y conseguir un barco mejor para ir a Grand Line.

Además, precisamente por lo sucedido en Loguetown, lo mejor era desaparecer cuanto antes de la vista de la Marina.

Atracaron en Syrup y se dividieron para buscar provisiones por separado. Jacqueline, como siempre, lo primero que hizo fue ir a la taberna para beber. Entre otras cosas, siempre le gustaban aquel tipo de sitios porque acababan pasando cosas interesantes, y además, eran los lugares donde llegaban todas las noticias y rumores. Si algo nuevo sucedía, los cansados viajeros de una taberna siempre se encargaban de transmitirlo.

Jacqueline comprobó que las noticias sobre Loguetown aún no habían llegado hasta aquella Villa apartada. Más tranquilamente, y tras fruncir el ceño al volver a ver su cara en un estúpido cartel de recompensa, continuó destrozando su hígado.

En la propia taberna donde Jacqueline bebía, se desarrolló una escena en particular que distrajo por un momento su atención de la copa de sake. Un par de fornidos piratas charlaban y reían con un escuálido camarero atemorizado, mientras éste seguía rellenando sus copas casi continuamente, acongojado.

—¿Entonces la vieja se fue? —le preguntaba uno de ellos.

—Ajá. Hace una semana más o menos, cuando llegó otra banda de piratas que buscaban lo mismo, señor.

—¡Maldición! Llegamos demasiado tarde —se quejaba el otro—. Seguramente ya la habrán robado el mapa.

—¿Qué mapa? ¿Señor?

—Nada de lo que un chavalín como tú deba preocuparse. Son cosas de piratas.

—¡Sí! ¡Y espero que no te llevaras muy bien con ella! —rió a mandíbula batiente.

El joven camarero no insistió. Por su parte, Jacqueline dejó de escuchar la conversación para centrarse en el tabernero, el cual la acababa de preguntar si quería rellenar su copa de nuevo, al mismo tiempo que la miraba con los ojos entrecerrados, como si intentase averiguar dónde la había visto antes.

—No, por hoy es suficiente —decidió Jacqueline, mientras se levantaba—. Dame ese barril de sake para el viaje y me voy.

La joven pirata no regresó de inmediato al barco. Se había dado cuenta de que los fondos económicos de la tripulación estaban por los suelos, sobre todo después de abastecerse de algunas provisiones si Byakuran optaba por ese irrisorio método legal, por lo que aprovechó para hurtar a algunos viajeros descuidados.

Durante su dura labor, mientras sopesaba a sus presas, pudo escuchar más de una conversación bastante interesante, relacionada con la desaparición de esa “vieja” y del mapa del que había oído hablar en la taberna. Al parecer, una anciana muy querida del lugar había estado conservando secretamente un antiguo mapa de un pirata. De algún modo, el rumor había corrido y la noticia había llegado hasta oídos peligrosos. Una semana atrás, unos piratas fueron hasta su casa para robárselo y, desde entonces, no se había vuelto a saber nada más de ella.

Si el mapa ya había sido robado, entonces no había nada que hacer. Jacqueline no descuidó tiempo en lamentarse por esa pérdida tan apetecible y se centró en otro dato clave: desde la noche en la que desapareció, la casa había estado precintada. Es decir, aislada, vacía y sola. ¿Y si…?

Jacqueline se relamió los labios al ver una oportunidad de oro de conseguir dinero fácil. Las viejas solitarias solían tener mucho dinero que no utilizaban para nada, en la mayoría de los casos. Y si estaba muerta, no lo echaría de menos.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Jacqueline tuvo que usar su arco para infiltrarse en un recinto privado. Derribó a un solitario guardia de la puerta trasera y ni se paró a mirar si estaba muerto o no, aunque sabía que le había herido en el costado. Con atención médica antes del amanecer, sobreviviría. Pero ese no era su problema.

La casa estaba vacía y fría. Más que de una semana, parecía haber estado abandonada desde hacía meses. Aún así, Jacqueline no se desanimó y comenzó a rebuscar. Como siempre, abrió cajones, revisó estantes, comprobó libros, toqueteó la madera en busca de espacios viejos y tras un escondite típico (detrás de un cuadro), encontró una caja fuerte.

Jacqueline no sabía cómo abrir cajas fuertes sin la clave, pero no necesitó nada de eso. La puerta estaba abierta y tras ella no había nada, salvo un sobre blanco. Dentro, la pirata esperaba encontrar una carta o un testamento, pero sólo halló una triste llave oxidada. No obstante, se la guardó en el bolsillo y continuó con la búsqueda.

Aparte de la llave, halló un monedero viejo que contenía algunas monedillas sueltas, nada destacable ni muy valioso. Y cuanto más avanzaba su búsqueda, más se daba cuenta Jacqueline de que estaba perdiendo el tiempo. Si alguna vez la vieja tuvo algo más que el mapa, probablemente los antiguos piratas se lo habían hurtado también. Sólo entonces Jacqueline se daba cuenta de lo estúpido que había sido insistir.

Sin embargo, gracias a su perseveracion (pues ya que había empezado, no abandonaría fácilmente), encontró algo útil. En el sótano de la vieja, tras unas cajas de antiguos recuerdos que los habitantes del lugar, al registrar su casa, habían hallado también, se encontraba una puerta de aspecto sospechoso. Era de hierro y la cerradura presentaba ciertas imperfecciones. Parecía como si alguien hubiese intentado forzarla, sin éxito.

Jacqueline también lo intentó, sin éxito.

—Perfecto —gruñó para sí misma—. Lo único mínimamente interesante en esta mierda de choza está…

Pero se calló al recordar la caja fuerte. Sacó la llave y la probó. Tuvo que hacer varios intentos, sin embargo, finalmente cedió y la puerta se abrió.

Dentro no había, prácticamente, nada.

Se trataba de un cuarto pequeño, probablemente construido para proteger a los habitantes de la casa contra posibles ataques, una guarida donde esconderse. Había latas viejas en conserva, colchones con raídas mantas y cofres con armas rudas (como bates o sartenes) para casos de peligros.

Sin embargo, lo que más llamó la atención de Jacqueline, fue una nota pegada en la pared opuesta, en la cual pudo leer el siguiente mensaje:

“Si encontráis esto es que quizá sois más listos de lo que pensaba, aunque dudo que lo logréis. Me escapé hace muchas horas y no intentéis encontrarme, porque no lo lograréis. Lo que buscáis está metido en un tablón suelto de esta habitación. Ya no me importa que os lo quedéis, porque yo soy demasiado anciana para intentar encontrar el tesoro por mí misma. Sólo huyo para conservar la vida,
Firmado, Jihl”.

Jacqueline sonrió. Ya no le caía tan mal esa anciana.

Por lo que decía la nota, la vieja había huido de los piratas que habían intentado atracarla hacía una semana, demostrando ser más astuta que ellos. Y éstos, por supuesto, no habían encontrado más que dinero y cosas inútiles en la casa (a menos de que se los hubiese llevado antes Jihl). Y el pueblo, al enterarse de la noticia, había llegado a la más terrible conclusión.

Jacqueline revisó los tablones del suelo hasta encontrar el indicado. Bajo él, había un pergamino arrugado que no se molestó en leer. Seguro que a Byakuran le resultaba igual de interesante que a ella, por lo que lo enrolló y lo guardó, antes de salir de la casa y marcharse hacia el barco, satisfecha por primera vez en mucho tiempo.