Plumas negras

Después de ser perseguida varias veces en Loguetown y tener que soportar la vigilancia constante de los marines, Jacqueline había decidido desistir de su intento por entrar en el Grand Line una vez más. Aunque le costase admitirlo, sabía que nunca podría atravesarlo sola sin una tripulación. Y antes muerta que colgar el sombrero de pirata, porque el resto de alternativas no le atraían para nada. Marine, por supuesto que no; cazarrecompensas, ¿para cazarse a sí misma?; y revolucionaria, ¿para qué? ¿Y qué hacían esos exactamente?

Así que en dicha encrucijada, decidió respirar hondo y llenarse de una paciencia impropia en ella. Partió de Loguetown en su cutre barca hacia una isla donde la Marina no estuviese tan presente: Syrup. Había estado en ella en una ocasión anterior, así que no dudaba de que fuera una estancia tranquila. Y, ¿quién sabe? Quizá incluso consiguiera lo que buscaba.

Lo que sí que no se esperaba, a pesar de la larga lista de infortunios a sus espaldas, es que estuviese equivocada respecto a casi todo…

Por eso, al desembarcar en la isla Syrup, conocida mundialmente por el exceso de monotonía que se podía esperar de ella, Jacqueline no creía que fuese a estar tan, tan, tan aburrida. Más que aburrida, silenciosa. Vacía. Imperturbable. Como si un huracán hubiese llegado y se hubiese llevado a todos los habitantes.

Frunció el entrecejo, porque no le gustaban las sorpresas. Sobre todo las sorpresas desagradables. Y aquel parecía ser el preámbulo de una especialmente horrible. Caminó por las calles de la ciudad, inquieta, sintiéndose en todo momento observada y, al mismo tiempo, solitaria. Si no fuera por las casas y edificios, nadie habría creído que allí vivían seres humanos.

Y como siempre que desembarcaba en un sitio nuevo, los pasos de Jacqueline se condujeron solos hasta la taberna más cercana. La puerta cedió, como si estuviese abierto el local, y Jacqueline entró. No había nadie. Y como buena pirata que era, en vez de preocuparse más, se sentó tranquilamente detrás de la barra y se sirvió a sí misma.

Había tomado un par de copitas menores cuando la puerta volvió a abrirse, revelando que había otra persona más con vida en la isla, aparte de sí misma. Viva, en el sentido de que no había desaparecido.

Se trataba de un niño de catorce años aproximadamente, magullado y cansado. Se quedó sorprendido al ver a Jacqueline, aunque en vez de echarla o expulsarla de la taberna, se acercó a ella y se sentó al otro lado de la barra (el del cliente).

—¿Me pones un vasito de agua? —pidió amablemente.
—¿Un vasito, cielo? —refunfuñó Jacqueline con una voz claramente irónica—. ¿Por qué no mejor uno de leche, para que crezcas fuerte y sanote, eh? ¿O un zumito de mamá?
—Lo que sea, pero tengo sed.

Ni siquiera parecía afectado por los malos modales de Jacqueline, que como previó que no podría crisparle, optó por llenar un vaso de grifo y dárselo.

—¿Por qué estás fuera de casa? —preguntó el niño.
—Porque no tengo casa —respondió Jacqueline, que ya iba por la siguiente copa.

El crío abrió mucho los ojos, sorprendido nuevamente.

—¿Eres de fuera? Oh, oh…

—¿Y qué pasa por que sea de fuera? —arrugó la nariz Jacqueline.
—A ellos no le va a gustar —murmuró el chico.
—¿Quiénes?
—Ellos —se encogió de hombros, como si no supiera más—. Vinieron después de que el ángel negro se marchara. Desde entonces, han aparecido más cadáveres y mi mamá me ha dicho que no diga nada sobre el ángel, ni salga de casa. La gente está asustada…
—Para un momento, chico. ¿Qué acabas de decir sobre un ángel negro?

Era extraño. Muy extraño. ¿Un ángel? ¿Allí? ¿Y negro? Que Jacqueline supiera, todos los ángeles de Skypeia eran blancos. ¿O no? Sólo había visto dos en su vida: Uriel y ella misma. Pero Uriel nunca le había hablado de ángeles con diferentes colores de alas.

No obstante, si el niño estaba en lo cierto, lo que fuese que había visto era un ángel. Un humano con alas. Como ella. Quizá, si se encontraba con él, pudiese acompañarla hasta Skypeia…

—Es un ángel de la muerte —explicó el niño—. Mientras estuvo por aquí, sembró el caos y la destrucción. Eso me contó mi papá, porque no lo llegué a ver. Y luego se marchó. Y llegaron los tipos más malos, que no dejan que hablemos sobre él. Ni dentro de la isla, ni fuera. Por eso, si eres una extranjera, deberías irte antes de que te vean. Si saben que estás aquí, no te dejarán marchar hasta que el rumor pare.

Jacqueline chasqueó la lengua. ¿Ángeles de la muerte? ¡Bobadas! Eso no eran más que leyendas humanas sin sentido. Los ángeles no eran más que otras criaturas corrientes, e igual de sobrenaturales que los humanos (es decir, nada por sí mismos). Ni siquiera podían volar. Sin embargo, Jacqueline no necesitaba aclararle la duda al niño. Es posible que dicha leyenda le sirviera algún día, tanto allí como en otros sitios.

—No me pienso marchar porque una panda de idiotas crea que puede retenerme sin más —sentenció—. Y si tanto miedo tenéis, ¿qué haces fuera de tu casa, mocoso?
—Buscaba a mi padre. Se fue a por unas provisiones y no ha vuelto —confesó el niño—. Y me encontré con los hombres malos. Por suerte, les di esquinazo…

Desgraciadamente, no estaba en lo cierto. Como si hubiesen estado escuchando la conversación tras la puerta, o simplemente eran muy oportunos, entraron repentinamente tres hombres uniformados, ocultos tras unas gafas de sol horteras, que se fijaron en los dos ciudadanos atracando la barra de un bar.

—Pero bueno, ¿qué tenemos aquí? —preguntó uno con retintín, y una macabra sonrisa.

Antes de que cualquiera de los dos pudiera responder (el niño aterrorizado y la pirata ya un poco borracha), otro de los trajeados se adelantó.

—¡Bebida gratis! ¡Bieeeen!
—¡No es para ti, corazón! —sonrió el primero—. Dile que no, Lu.
—Lu.
—Lu sólo sabe decir Lu —confesó cómicamente el segundo a los Jacqueline y al niño.
—¡No hables con los delincuentes! —carraspeó, y volvió a dirigirse a ellos—. Así que trapicheando aquí, ¿eh? Ya nos parecía raro que un niñito correteara solo por las calles sin nuestro permiso. A ver, pequeños, decidnos, ¿qué tramáis?

Con parsimonia, mientras el crío temblaba por haber sido pillado, Jacqueline se llevó otra vez la copa a los labios y tragó el contenido lentamente. No parecía que fuera a responder, y los otros ya se estaban poniendo de los nervios, cuando se apoyó en la barra opuesta, a falta de una silla, se cruzó de brazos y comentó, como si nada:

—Estábamos hablando de ese extraño ángel que apareció por aquí hace unos días. ¿No os suena de nada?

El niño, incrédulo, casi se cayó de la silla al escuchar como Jacqueline confesaba lo que precisamente no había que decir a los “defensores de la ley”.

—¡Pero qué mentirosillos que sois! Mira que decir que no estabais conspirando…
—Esto, La, creo que sí han confesado. La chica ha asegurado que estaban hablando del ángel.
—¿Quéeeeee? ¿¡Pero cómo se puede ser tan tonta! —exclamó La.
—Lu.

Jacqueline puso los ojos en blanco. ¿Por qué siempre tenían que tocarle los payasos? ¿Es que no había suficiente gente normal en el mundo, como para que todos los raritos se acercaran a ella? Lo peor de todo es que se ponían a discutir entre ellos y la ignoraban. Y eso ya sí que era el colmo.

—Eh, gentuza —llamó su atención—. Os he hecho una pregunta. ¿Vais a responder o a seguir con el espectáculo?
—Lu.
—¡Qué grosera! Sólo cuestionábamos tu inteligencia.
—¿Y para qué quieres saber nada del ángel negro? Porque estamos aquí precisamente para que no se difunda la noticia. A la Marina no le hará gracia si lo vamos contando por ahí.
—¿La Marina? ¿Sois de la Marina? —se sorprendió el niño.
—Claro que no, nosotros molamos más. Somos del CP-4.
—¿¡El CP!?
—¡Mira lo que has conseguido, bobalicón! Ahora también tendremos que matar al niño.

Para cuestionar la inteligencia de Jacqueline, ya habían demostrado estar a una altura sensiblemente inferior. La pirata ni siquiera se sentía amenazada por esa panda de inútiles, incluso aunque acabasen de declarar que los iban a matar.

Jacqueline estaba harta. Harta de aquel espectáculo y de perder siempre el tiempo en tonterías. Le daba igual quienes fueran: marines, cazarrecompensas, CP… Igualmente, intuía muy bien cómo iba a acabar todo aquello. Así que bajo la capa que ocultaba sus alas, preparó la ballesta.

—¡Vais a matarme! —se escandalizó el niño.
—Échale la culpa a Li, que es un bocazas —se disculpó La—. Aunque suena muy fuerte, son órdenes, al fin y al cabo. “Haced lo que sea para silenciarlos”. Y los niños soléis ser tan bocazas como Li, así que no hay otra solución…
—¡Eh, que yo no soy un bocazas!
—Lu.

La sacó un sable de debajo de la capa, mientras Li se ponía en posición de combate cuerpo a cuerpo. Ni siquiera se fijaban en el niño, un problema menor, sino más bien en Jacqueline.

—¿Últimas palabras?
—Sí —comentó—. ¿Por qué cojones no me habéis respondido a la pregunta aún?

La y Li se lanzaron hacia Jacqueline, que ya estaba lista para la pelea. Sacó el brazo que había estado ocultando bajo la capa y disparó la flecha preparada de la ballesta, hiriendo de inmediato a Li, que se desplomó en el suelo.

La, por su parte, siguió en su camino hacia Jacqueline, con la espada desenvainada. La pirata esquivó fácilmente los golpes torpes del CP y le golpeó con una patada en la mano con la que la sostenía para que soltara el arma. Acto seguido, cogió a La de los hombros, y clavándole las uñas, lo lanzó hacia la vitrina de botellas y jarras que había en cada taberna, provocando que todo tipo de bebidas se salieran de su contenedores y se destrozase buena parte del local, con tan sólo un Bon Voyage!

Al darse la vuelta, sin embargo, se encontró con otra escena que requería de su inmediata atención. Lu, que parecía una mosquita muerta, había cogido del cuello al niño y lo estrujaba poco a poco como a un muñeco de trapo.

Jacqueline sacó el arco, cargó rápidamente una flecha de su aljaba. Desde aquella distancia, sabía que no podía fallar. Dio un certero disparo a Lu, que cayó al lado de Li, herido con la misma gravedad que su compañero.

Mientras el niño trataba de recuperar el aire, Jacqueline se acercó a Li, el que parecía más consciente de todos, y lo zarandeó, oprimiendo la herida con fuerza para provocarle todo el daño posible.

—¿Quieres hacer ahora el puto favor de responderme o tengo que acudir a Lu? —preguntó Jacqueline.
—¡No, a Lu no, sólo sabe decir Lu! —lamentó.
—Pues escupe.
—¡No lo sé! ¡No lo sabemos! No pedimos explicaciones, sólo acatamos órdenes. Los ciudadanos no podían hablar del ángel…

Jacqueline le golpeó en la nariz.

—¡Vale, para ya! ¡Sólo sé que tiene alas de cuervo! ¿Vale?

¿Alas de cuervo? ¿Y qué tenía eso que ver con ángeles? ¡Los cuervos no son ángeles! Ni siquiera eran humanos. Jacqueline se sintió estafada por los inútiles isleños que no conocían la diferencia. No es que hubiese empleado mucho tiempo para descubrir el misterio, pero le jodía haber tenido que aguantar a esos tipos. Pegó por última vez a Li para dejarle inconsciente y que se muriese por sí solo desangrado.

—¡Has salvado el pueblo! —exclamó el niño.
—No digas idioteces. Vendrán más, ¿o te pensabas que la Marina se dará por vencida tan pronto? Sólo trata no llamar la atención a partir de ahora y punto.
—¿No quieres una recompensa?
—Me sirvo yo misma.

Cogió de la caja registradora el dinero que había, que desgraciadamente se había dejado el dueño, y después de despedirse groseramente del niño (que, al menos, le había servido algo de ayuda), salió de la taberna. Quería marcharse cuanto antes de la isla, porque con la situación actual, no podría pasar desapercibida.

Jacqueline se dirigió al puerto, que estaba, como el resto de la ciudad, vacío. Y se preguntó, ¿por qué tomar su cutre barca cuando había tan buenos navíos esperándola? Sus dueños podían pensar que habían sido los miembros del CP los ladrones, que con los crímenes que tenían a sus espaldas, no se notaría.

Así pues, decidió tomar un barco mediano que le gustó por sus grandes velas (rápidas para huir de la pesada Marina, sin duda) y zarpó con él, trasladando todas sus cosas y metiendo el bote con el que había llegado, por si lo necesitaba algún día de repuesto. No sabía mucho de navegar, pero Jacqueline confiaba con aprender con el tiempo.

Mientras revisaba los anclajes y el mantenimiento del barco, pensaba en su victoria sobre los CP. ¿Cuándo se había vuelto tan fuerte? Igualmente, seguía sin ser lo suficiente como para enfrentarse al Grand Line. Pero, quizá, con una tripulación…

Sin embargo, las tripulaciones que había visto de piratas por el momento Jacqueline eran de risa. No quería meterse en ninguna banda que no durara ni tres días en el Grand Line. Tenía que llegar como fuese hasta Skypeia. Y recorrerlo entero, si podía. Regresar incluso a Sabaody…

Así que decidió que tenía dos únicas opciones: o encontraba una realmente buena, o…

Una de las plumas de sus alas se escapó de debajo de la capa, con el viento contra marea, cayó al mar y se quedó flotando sobre él un buen rato. Jacqueline lo contempló durante un gran rato, mientras una idea comenzaba a tomar forma en su mente. Era arriesgada. Le reportaría muchos más problemas de los que le gustaban. Pero con tal de conseguir su objetivo…

Una cosa tenía clara: había acabado la etapa de huir por su título de pirata. Había llegado la hora de buscar camaradas, aliados, o lo que diablos fueran los tripulantes de una banda. De una banda... que podría ser la suya.