Réplica

El día era estupendo cuando Jacqueline arribó en el puerto de Loguetown. La brisa marina traía un delicioso olor del mar, que ni siquiera el aroma de pescado muerto recién recogido podía perturbar (incluso lo suavizaba). La muchacha podría haber estado más contenta si no fuera porque su garganta le pedía a gritos cantidades ingestas de sake. Por suerte, la calmaba rápido, ya que pronto tendría su recompensa.

Fue poner un pie en el muelle y darse cuenta de que algo andaba mal. Ya había estado antes en Loguetown, pero, ¿desde cuándo había tanta presencia marine en el puerto? Observó a su alrededor, extrañada, arrugando la nariz por cada capa o uniforme que veía. Realmente, le desagradaban aquellos tipos. Y a saber qué estarían planeando en ese momento…

Muy pronto Jacqueline lo descubriría. Y de la peor manera.

Todo comenzó con los dos marines apostados en una de las farolas, que conversaban aburridos entre sí. Toda la tropa estaba dispersa y ambos consideraban que les había tocado el peor sitio, a juzgar por lo que pudo oír Jacqueline al acercarse hacia ellos. Tuvo que cruzarse con ambos para encaminarse a la salida del muelle, por lo que escuchó más claramente su conversación.

—Sí, tronco, qué peñazo… —se quejaba uno.
—Encima hoy ya van cinco en lo que va de día. Joder, estoy hasta los huevos de esos puñeteros piratas, siempre huyendo cuando nos ven…

El error de Jacqueline fue girarse al escuchar la palabra “pirata”. ¿Se referirían a ella? ¡No, claro que no! Pero algo relacionado con su profesión había acrecentado la seguridad. No era nada extraño, por supuesto. Pero no dejaba de ser irritante.

El marine más próximo a ella se giró también, al notar que le observaba. Al principio puso cara de pervertido, cuando creyó que le miraba descaradamente para captar su atención. No obstante, el rostro cambió a la sorpresa al notar algo extraño. Jacqueline, que se esforzaba por no ir a pegarle una bofetada por sus pensamientos impuros hacia ella, se dio cuenta demasiado tarde.

El marine rebuscó rápidamente en sus bolsillos y sacó unos arrugados carteles en los que buscó desesperadamente hasta dar con uno de ellos. Lo revisó varias veces, observando a Jacqueline, hasta señalarla con apremio a su compañera.

—¡Es ella!

No me jodas, quiso decir Jacqueline, acordándose del adorable cartel de búsqueda que algún desgraciado le había hecho tiempo atrás. Como no le había dado problemas últimamente, se había olvidado por completo de él.

Pero no tuvo tiempo para maldecir otra vez al tipo en cuestión, porque los dos marines se entendieron perfectamente y se lanzaron a por ella. Echó a correr sin preocuparse de atraer la atención del resto de los marines, porque lo hecho, hecho estaba. Había sido muy descuidada y lo iba a pagar caro. ¡Mira que no acordarse del maldito cartel…!

En menos de un minuto, tenía a todo marine del muelle detrás de ella. Muchos la perseguían por la espalda, pero más de uno intentó cerrarla el paso, hacerle un placaje por uno de los lados e incluso tirarse hacia ella para aplastarla. Bloqueó y esquivó todos los ataques por los pelos, hasta conseguir salir del muelle, pero para entonces ya había corrido la voz.

—¡Es Aile D. Jacqueline! ¡5, 500, 000 Berrys a quien la capture! —coreaba uno, como si esperara que los ciudadanos le ayudaran o que algún cazarrecompensas se mostrase interesa.

¿¡Qué!? ¿¡Ya cinco!? ¡Pero no me la subáis, cabrones!, pensó Jacqueline, frustrada por no poder exteriorizar su pensamiento, pues necesitaba todas sus energías para correr todo lo que pudiera.

Ningún ciudadano ayudó a la Marina. Tenían demasiado miedo de los piratas que frecuentaban la ciudad. Y, fuera por su pequeña recompensa o porque no había ninguno por los alrededores, ningún cazarrecompensas acudió tampoco a la llamada. Se convirtió en una persecución entre Jacqueline y la Marina.

Una vez salió del muelle, cansada de tanto correr por su vida y su libertad, tuvo que parar un momento para decidir hacia dónde iba. La ciudad era grande y ella no se la conocía, mientras que los marines seguramente sí. Probablemente se perdería o se metería en una calle sin salida, pero no tenía otra opción.

Ni siquiera sabía cuántos la perseguían. En los pocos segundos de parada, se arriesgó a echar una ojeada atrás y comprobó que se trataba de una docena, furiosos y cabreados porque se les hubiese escapado del muelle. Sin embargo, Jacqueline no se dejó engañar. Había visto a muchos, muchos más, lo que quería decir que se habían dividido para abarcar más terreno o cerrarle el paso. Al fin y al cabo, llevarían días, o incluso semanas, luchando contra piratas tipo “pies, ¿para qué os quiero?”, y habían aprendido ciertas tácticas para cazarlos.

Aun así, Jacqueline no pensaba rendirse tan pronto. Reanudó la marcha por la calle más abarrotada que encontró, creyendo que así podría perderse entre la marea de gente y despistar a sus enemigos.

Pero se equivocó. Un marine le asaltó entre el gentío, como si hubiese estado esperando escondido para atacarla cuando se confiara. No obstante, Jacqueline estaba preparada, y consiguió dispararle la flecha que llevaba siempre cargada en la ballesta antes de que la tocara. Y mientras corría, volvió a repostar el arma, para tenerla siempre a mano.

No encontró dificultad hasta llegar al final de dicha calle, donde le esperaban tres artilleros. En este caso, se agachó rápidamente para tocar el suelo y creó un muro bajo sus pies, elevándola a tiempo para esquivar las balas de las escopetas y que éstas dieran contra la pared. La gente chilló, confusa y asustada, por la repentina nueva pared que había surgido en mitad de la calle. Jacqueline aprovechó el escándalo para moverse por encima de ésta y saltar a los tejados de las casas, donde sería más fácil ocultarse y evitar perderse.

Además, así había conseguido bloquear el paso a los que la seguían por detrás. Sonrió, satisfecha, creyendo que la persecución había finalizado. ¡Qué ilusa...!

Saltó de tejado en tejado, alejándose todo lo que pudo de la calle conmocionada por la “nueva decoración”. Cada vez que recordaba las caras de pánico de la gente, no podía evitar reírse. Ella también hubiese maldecido lo inmaldecible si algo así le hubiese ocurrido delante de sus narices.

Iba distraída, hasta que una bala le rozó el hombro. La sonrisa se esfumó y localizó enseguida a otros tres artilleros dispuestos en un callejón, marines, que la apuntaban con escopetas iguales a las de antes. Enseguida se agachó y creó otro muro en el tejado para resguardarse de las balas. Al mismo tiempo, cogió su arco y lo cargó con tres flechas a la vez, que disparó inmediatamente después con el fin de alcanzar a los artilleros. Sólo dos dieron en el blanco, pero el restante, asustado, salió corriendo en vez de continuar con los disparos.

Menos contenta que antes porque la habían vuelto a sorprender, Jacqueline felicitó su puntería y se dispuso a continuar, pero algo se lo impidió de nuevo.

En esta ocasión no fueron artilleros, ni marines. Fue su propia confianza.

Hacía poco que había descubierto su habilidad de Akuma no Mi y aún no conocía sus limitaciones. Pero debió de haber imaginado lo que pasaría cuando alteró la estructura del tejado, ya de por sí dispuesto sólo en finas tejas, para crear su muro. El suelo en el que estaba se vino abajo y se derrumbó sobre la casa en la que estaba. Jacqueline cayó con él.

La caída no fue muy grave, pero se levantó dolorida por haber caído justo entre dos tejas soltadas. ¡Había sido tan idiota! Jacqueline, más furiosa con los marines que consigo misma aunque no tuviera la culpa, se dispuso a salir rápidamente (pues el ruido debía de haber alertado a los soldados, junto con el anterior marine huido), pero se sintió observada y se detuvo.

Una niña pequeña, habitante de la casa, que se había escondido bajo la mesa durante el derrumbe, la observaba con ojos como platos. E hizo lo que Jacqueline estaba a punto de casi implorarle que no hiciera: chilló.

El grito debió de alertar (por si no se habían dado cuenta) de que algo realmente pasaba en el interior de la vivienda recién derrumbada. Jacqueline maldijo en silencio y salió de nuevo corriendo, apartando a todos los curiosos o valientes que se acercaban a ayudar a quien fuera que siguiera dentro, a la pobre niña chillona. Algunos la intentaron frenar, pero con varios placajes bien dados, los apartó fácil del camino.

Sin embargo, su pesadilla se hizo de nuevo realidad. Los marines volvieron a localizarla y a perseguirla. Esta vez, detrás suyo, había al menos de una decena a una quincena. [i]¡Mierda, mierda, mierda![/color], maldecía continuamente Jacqueline, esquivando obstáculos y bendiciendo su agilidad.

En esta ocasión, no se anduvo con chiquilladas. Cada vez que se le presentaba la oportunidad, se daba la vuelta y abatía con la ballesta a alguno de sus perseguidores. Luego, la cargaba mientras corría y de nuevo la usaba cada vez que podía. Poco a poco, fue reduciéndose el número, por los heridos y los compañeros que se habían detenido a socorrerles. El resto, contra los pronósticos de Jacqueline, se andaba con cuidado, pero ninguno se acobardó por las flechas y decidió dejar la persecución.

¡Estaban DEMASIADO bien entrenados!

Finalmente, pasó lo que tenía que pasar: uno la alcanzó. Consiguió pillarla desprevenida mientras se preparaba para saltar un par de barriles dispuestos en la calle y la agarró con fuerza del brazo, frenándola los preciosos segundos que llevaba de ventaja.

Por un momento, Jacqueline pensó que era el fin. El tiempo ante el miedo de ser capturada se ralentizó y vio cómo lentamente el resto de sus perseguidores se acercaban poco a poco, celebrando la victoria de su compañero, que la observaba con cara de triunfo y la apretaba el brazo, con ganas de rompérselo. Jacqueline ni siquiera se quejó de orgullo, aunque realmente dolía.

No quería ir a la cárcel. Ni tampoco rendirse. Así que reaccionó a tiempo y le pegó un puñetazo en la nariz al marine con la mano libre. Éste le soltó, pero Jacqueline se dio cuenta de que era demasiado tarde: tenía al resto prácticamente encima. Llegarían a ella en cuestión de segundos…

Reaccionó instintivamente. Se mordió el labio para aguantar el dolor de su brazo y agarró con fuerza los hombros del marine al que acababa de golpear, que estaba ligeramente mareado, cogiéndole de su uniforme de marine. Se dispuso de lado y le clavó las uñas, con todas sus fuerzas, para alzarlo al aire y lanzarlo hacia sus compañeros, rezando a quién sabe qué para frenar a los marines.

—Bon Voyage! —gritó de paso, guasona.

Funcionó. El marine impactó en el grupo de sus camaradas, que quedó desorganizado, confuso y con algunos en el suelo. Jacqueline aprovechó la oportunidad y salió corriendo de nuevo, dejándolos todos atrás.

No paró hasta llegar a una calle desierta y vacía, donde se escondió tras unos cubos de basura, buscando recuperar el aliento. ¡Qué cerca! Pero por suerte, todo había acabado. Los marines se dividirían y la buscarían, claro, pero ella pensaba seguir escondiéndose hasta que se dieran por vencidos. No era lo suficientemente fuerte para hacerle frente a todo el cuartel de Loguetown sola, así que no le quedaba otro remedio.

Pasó una hora hasta que finalmente dos marines pasaron por allí. Jacqueline se quedó muy quieta en su sitio, pues no quería llamar la atención, pero el ruido inoportuno de una rata buscando en la basura los alertó y al mirar hacia los cubos y acercarse, la avistaron.

Antes de que pudieran avisar a los demás, Jacqueline se adelantó y le metió su patada ascendente a uno, rompiéndole la mandíbula y dejándolo K.O. en el suelo. El otro, al ver la suerte de su compañero, intentó correr, pero la flecha de la ballesta lo alcanzó antes de que llegara a la boca del callejón.

—Mierda, ¿y ahora qué cojones hago con los cuerpos…? —se preguntó.

No había forma de esconderlos, y era posible que alguien supiera que estaban allí. Finalmente, decidió cambiarse de sitio, pero esta vez volvió a escalar hasta el tejado. Halló un escondite y allí se quedó toda la noche, mientras escuchaba a los ruidosos marines buscando su rastro desesperadamente tras la reciente muerte de otros dos de sus compañeros.

A la mañana siguiente, desde su escondite, Jacqueline escuchó los gritos y voceríos de los marines otra vez. Pero ahora perseguían a una nueva tripulación de piratas que acababa de llegar. Sonrió, contenta de que se hubieran olvidado de ella. Con diez piratas pululando por allí, no tendrían tiempo de pensar en la desaparecida que se les había escapado la tarde anterior.

Tardó en decidirse, pero finalmente bajó de su escondite y, tampoco muy descaradamente, se puso en marcha a la taberna. No era muy prudente dejarse ver tan sólo un día después, pero, ¡tenía hambre! Y peor aún, ¡no había podido beber nada!

[i]Malditos marines[/b], volvió a pensar Jacqueline, como tantas otras veces, mientras cavilaba sobre la posible conspiración que seguramente estarían llevando a cabo para desengancharla de la bebida. No podía haber otra explicación para que siempre la interrumpieran cuando iba a por sake.