Bingo

En un día aburrido como otro cualquiera en el pueblo de Baterilla, Jacqueline regateaba en el mercado el precio de tres piezas de fruta de muy dudosa calidad que la tendedera quería pasarle como impecables. Puede que a la pirata no le importase mucho el sabor de la comida, ya que todo el mundo sabía que su amor era para el sake, pero tampoco pensaba envenenarse salvo por un precio más reducido, que le permitiese comprar más bebida de camino a casa.

Aunque su “casa” no dejaba de ser un cutre bote anclado en el puerto. Si bien llevaba varios días en el pueblo y prácticamente todo el mundo conocía de su presencia (por anteriores situaciones que prefería no recordar, porque odiaba a los héroes), prefería seguir durmiendo en aquel lugar tan incómodo a pagar un barato hostal. Como solía decir: “Qué asco da ser pobre”.

Terminó por insultar a los antepasados de la buena y estafadora tendedera y marcharse mosqueada, calle abajo, hacia el puerto. Si hubiese tomado otro camino, quizá hubiese podido evitar los acontecimientos que sucederían después, a raíz de lo que ocurriera en aquel pacífico día.

Jacqueline estaba de muy, muy mal humor. ¿¡Cómo había podido aquella maldita tendedera cabrearla tanto!? Odiaba que intentaran timarla, pero, ¿tan gilipollas parecía como para que la ignorante mujer tratara de colarle comida casi putrefacta? ¡Y encima que había aceptado comprársela, ni siquiera aceptó un regateo! En su interior, aún bullían cientos de palabras malsonantes dedicados a la dependienta, e incluso en su cabeza rondaba la idea de dar la vuelta y ajustarle las cuentas.

Pero no merecía la pena mandar bullicio por una pueblerina. Jacqueline suspiró, intentando calmarse, pero era imposible. Si hubiese estado más relajada, no habría sucedido lo que sucedió.

En la calle por la que transitaba, una peculiar escena mantenía paralizados y mudos a todos los viandantes, que intentaban desviar la mirada e ignorar lo que ocurría para no meterse en problemas. Un marine, de rango más bien bajo, sacudía y empotraba contra la pared a un enfermo viejo, mientras mascullaba cosas sin sentido acerca de no pagar impuestos y no cobrar por culpa de agarrados como el pobre hombre. El anciano, incapaz de defenderse, resistía la paliza tan buenamente como podía.

Jacqueline ni siquiera se paró para contemplar el momento. Estaba tan abducida pensando en si regresar a por la mujer o no, que no se dio cuenta de que había alguien en medio de su camino hasta que chocó contra él. Se trataba del anciano, a quien el marine había empujado nuevamente hasta el centro de la calle, para ridiculizarlo aún más. Miró con ojos implorantes a Jacqueline, quien pasó a ser el centro de atención, sin darse cuenta.

El marine la observó con una cara de tal cabreo parecido al que experimentaba Jacqueline, aunque no pareció darse cuenta del humor de la chica.

—¡Eh, tú! ¡Apártate de él, esto no es asunto tuyo! —le recriminó el marine, avanzando hacia ella amenazadoramente.
—Piedad, por favor, no deje que me haga daño… —le suplicó el anciano.

Jacqueline lo ignoró completamente. Su atención radicaba en el marine, que le había exigido que se apartara de allí. Odiaba recibir órdenes de alguien que ni siquiera le llegaba a la punta de los tacones. Aquel tipo sí merecía un escarmiento. Aunque Jacqueline no quería admitirlo, en realidad, su razón para actuar era liberar toda esa frustración que le había producido el anterior encuentro con la frutera. Y el marine había tenido la mala suerte de ser el blanco de su ira.

—Me da igual lo que estés haciendo, pero no te atrevas a decirme dónde puedo estar y dónde no, gentuza asquerosa —y le escupió en la cara con el gapo que había reservado especialmente para él. Bueno, en realidad para la tendedera.

La calle entera contuvo el aliento, sin atreverse a molestar o interrumpir la escena. Nadie se metía con los marines y salía bien parado. Sobre todo si iba solo. Además, luego estaban las noticias sobre la nueva nave de la Marina llegada a Baterilla, de la que Jacqueline, por desgracia, no sabía nada…

El marine se limpió la saliva, con una expresión de asco y sorpresa, pues no creía que hubiese nadie tan valiente como para desafiarle a él. No, a él no. A la Marina. Al fin y al cabo, sólo tenía que llamar a los compañeros que habían desembarcado ese mismo día para hacer temblar al pueblo entero por la osadía de aquella muchacha. Pero el orgullo se lo impidió. Debía ser él quien le diera el escarmiento.

—¡Creo que ya tengo a alguien para que pague la vagancia de este viejo, niñata! Pagarás sus deudas, pero antes te daré una nueva cada para vivir durante un tiempo: ¡la prisión de la Marina!
—¿¡Insinúas que pretendes a encerrarme en uno de esos cuartuchos, cabeza de alcornoque!?¡Debes de ser más estúpido de lo que creía para pensar que eres capaz de hacer algo así, capullo!
—¡No intentes darte importancia, rata vagabunda! Puedes hacerlo de dos formas: por las buenas o por las…

Pero, sin duda, Jacqueline prefería por las malas. Harta de mucho hablar y poco descargar el cabreo que llevaba encima, le propinó un puñetazo en toda la nariz, haciendo que el debilucho marine se tambaleará durante unos segundos, sin llegar a caer al suelo. En cuanto se recompuso, miró con odio a la pirata, aunque sólo tuvo tiempo para ver la ballesta que, para él, había surgido prácticamente de la nada, pese a que todos los ciudadanos habían tenido tiempo para observar cómo la sacaba, durante su mareo.

Algunos entraron en pánico al ver el arma e intuir lo que estaba a punto de pasar. Otros, se quedaron a mirar con curiosidad el desenlace. El caso es que, en lo que tardó el marine en abrir la boca e intentar pedir clemencia, Jacqueline accionó la ballesta y clavó una flecha en el corazón del soldado, que a tan poca distancia, era imposible de fallar.

Todo el mundo quedó en silencio. Ni siquiera el viejo se atrevió a agradecer a Jacqueline que le salvara del diabólico marine, sino que se retiró y se escabulló rápidamente, para no involucrarse más en la persecución que, sin duda, todos esperaban que se produjese.

Excepto Jacqueline. Ella seguía sin tener ni idea del peligro al que se acababa de exponer. Total, sólo era un marine. Y ni siquiera había un cuartel de la Marina en la isla. Tardarían días en conocer su muerte y, para entonces, ella estaría muy lejos. Puede que ni se enteraran de que era la culpable. La pirata los subestimaba, y mucho.

—¡Que nadie se mueva! ¡Es una orden! —proclamó una autoritaria voz al otro extremo de la calle.

Lo que no esperaba la gente, sin duda, es que la persecución de la asesina comenzara tan rápido. Todos se apartaron, revelando un pasillo que dejó ver a Jacqueline la figura que había hablado. Por culpa del sol, no pudo reconocerla, pero sí vislumbró la escopeta que sostenía. Rápidamente, agarró el cuerpo del marine y lo usó de escudo para la corriente de balas que disparó con la intención de abatirla.

En cuanto se dio cuenta de que se le habían acabado, Jacqueline probó a intentar ver de nuevo de quién se trataba. Y no le gustó lo que descubrió.

—¡Mierda! —se le escapó a Jacqueline, al vislumbrar la capa de los marines que portaba el francotirador.

Por fin comprendió que había ido demasiado lejos. ¿Cómo esperaba pasar desapercibida si iba cargándose marines en mitad de la calle? ¡Absurdo! Tendría que haber sido en un callejón, por la noche, no a la vista de todo el mundo. Nadie debía enterarse de quién era la autora de los hechos si quería conservar su estancia pacífica en Baterilla, mientras se entrenaba lejos de los ojos de la Marina. ¡Había sido tan descuidada…!

Sin embargo, el daño estaba hecho. Y ahora sólo le quedaba hacerse paso hasta la salida. Guardó la ballesta y dejó caer el cuerpo, ya que sostenerlo con una mano hacía que no pudiera emplear las dos. Como sustitución, creó un muro enfrente con el que protegerse agachada de las balas.

—¡No lo repetiré más veces! ¡Entrégate y tu captura será pacífica! —prometió el marine, cargando la escopeta.

Pero no tuvo tiempo de darle más advertencias, porque Jacqueline aprovechó para asomarse tras el muro y disparó una flecha que acertó de lleno al marine. No lo mató, pero hizo que soltara la escopeta.

Jacqueline salió deprisa de su refugio improvisado, devolviendo el muro al suelo para no dejar rastro, y corrió hacia el marine abatido. Nadie le impidió llegar, ni le dirigió la palabra, conmocionados como estaban. Nada más alcanzarle, cogió la escopeta para evitar que intentara volver a atacarla y le arrancó la flecha, que había perforado su costado. En pocos minutos, murió.

La pirata se dio cuenta de que no tenía tiempo para contemplar su obra, así que trató de echar a correr, pero una nueva voz se lo impidió, a su espalda, del camino dónde había dejado al primer marine muerto.

—¡Es el Sargento, señor! —exclamó la voz de un marine de rango bajo, señalando el cuerpo a los pies de Jacqueline.

¿Un Sargento?, pensó Jacqueline, echando una ojeada al cuerpo. Nunca había matado a uno, normalmente eran sólo soldados rasos. Sin embargo, un Sargento tampoco era muy diferente al resto, al fin y al cabo.

—¿Está muerto? —preguntó otra hombre más corpulento, a quien el sol no le dejaba apreciar bien la situación de Jacqueline y el Sargento.
—No lo sé, señor… Pero, ¡eh, tú!

Jacqueline no necesitó más. Echó a correr en dirección contraria, apartando con empujones a todo aquel que le cerrase el paso. Con un par de maldiciones, los nuevos marines se pusieron en su persecución con retraso, dejando a los soldados más débiles para comprobar la situación de la calle.

Si algo le salvó la vida, o libertad, a Jacqueline, es que era muy rápida y ágil. Además, conocía Baterilla mucho más que los recién llegados marines. Buscó las calles más transitadas para perderse entre la gente, probó con los lugares con mejores escondites para despistarlos y corrió por lugares imposibles o inalcanzables para gente normal. Pero ninguna de aquellas pruebas logró que la persecución cesara.

Sin embargo, sí dejó atrás a varios de los hombres incapaces de seguirla. Hacia el final de la tarde, cuando ambos bandos ya estaban agotados y casi extenuados, sólo dos marines continuaban con la persecución, mientras el resto confiaba en que se iniciara una búsqueda con más personal horas después, para abarcar más terreno y no correr tanto.

Uno de los hombres era al que el marine se había dirigido como “señor”, mientras el otro también ostentaba pinta de ser algo más de competente que los novatos con los que Jacqueline solía tratar. Por eso se los tomó en serio desde el principio. No los despistaría con facilidad. Y dedujo que su única opción era luchar, aunque le costó bastante asimilarlo, ya que las peleas sin fundamento que no le reportaban ningún beneficio no eran de su agrado.

Finalmente, Jacqueline encontró lo que andaba buscando: una casa vacía, bastante grande para librar un combate y para esconderse en caso de necesidad. Se coló rápidamente por una ventana, en un lapso de unos segundos en el que le perdieron de vista sus perseguidores. No esperaba que fueran tan idiotas como para pasar de largo, pero al menos tendría tiempo para prepararse cuando llegaran.

Se encontraba en un salón indudablemente, caro, por no decir confortable y de calidad. El aspecto inicial de la casa ya daba una idea clara acerca de sus dueños, por lo que Jacqueline no se extrañó que fuera una familia acomodada. Dentro, no había nadie, y la fina capa de polvo que cubría los muebles que no habían sido tapados por sábanas daba para sospechar. Quizá fuera la residencia veraniega de la familia, o bien su segunda residencia. En cualquier caso, no estaban, por lo que no molestarían a Jacqueline.

Antes de lo que la pirata esperaba, oyó el ruido de la puerta principal tambalearse hasta, finalmente, caer por el duro golpe. Jacqueline maldijo su mala suerte. No había tenido tiempo para preparar ninguna trampa y sus perseguidores la habían alcanzado.

Los marines no tardaron de aparecer desde la salita de la sala principal, buscando a la pirata a la que seguían la pista. Nada más poner un pie en el salón donde se encontraba Jacqueline, el Sargento fue alcanzado por una flecha sorpresa en la pierna, cayendo al suelo. El Comodoro, que había visto venir el ataque, esquivó las dos restantes flechas que iban dirigidas respectivamente a su corazón y garganta, con la técnica Pluie d' flèches de Jacqueline.

El Comodoro contempló a su compañero, preocupado, pero no tenía tiempos para distracciones, por lo que se volvió hacia Jacqueline.

—Si te entregas ahora… —empezó a decir.
—¡Ahórrate las negociaciones, so memo! Si quisiera tener un pasaje gratis a la cárcel, ya lo habría pedido —escupió Jacqueline.
—Como quieras. Tendrá que ser por las malas.

Y de repente, se avalanzó hacia ella con su gran puño por delante, que parecía capaz de aplastar hasta el más grande de los gigantes a ojos de Jacqueline, que lo vio venir lentamente. No había cargado ninguna flecha, así que lo esquivó a tiempo y se lanzó tras el sofá, buscando un segundo de paz para contraatacar. Sin embargo, el Comodoro no era ningún principiante y apartó el mueble de un manotazo.

—Tuviste tu oportunidad, pirata.

Esta vez, Jacqueline no tuvo tiempo para esquivar el brutal golpe. Sintió como casi le desencajaba la mandíbula, con una fuerza sobrehumana, y como su consciencia pedía que se rindiera al dolor y gritara. Pero Jacqueline era demasiado orgullosa como para rebajarse a tal nivel. Mantuvo la sangre fría y agarró la manga de la capa del marine, rasgándola y llevándose con ella parte de la tela.

Desde el suelo, la perspectiva del combate no era mucho mejor. Jacqueline tuvo que rodar casi corriendo para que, en vez de la cara, el Comodoro no le rompiera las costillas. Y por el hoyo que se formó en el suelo tras el impacto, la pirata dedujo que, sin duda, lo habría conseguido.

Rodó hasta acabar chocando con un cuerpo aparentemente inerte. Antes de que pudiera reconocer qué era, sintió que le agarraban la pierna y comprobó, con horror, que se trataba del Sargento. Pese a que no se podía levantar, pretendía retenerla para que su superior acabase con ella fácilmente. Jacqueline intentó desasirse, pero era inútil, y antes de que lo consiguiera, el Comodoro ya estaba preparado para golpearla en su frustrada situación.

Todo sucedió muy rápido. A tiempo, Jacqueline posó la mano en el suelo y alzó un muro bajo sus pies para elevarse a una altura de dos metros, logrando desasirse y que el Comodoro golpeara el muro.

—Una Akuma no Mi, ¿eh?

Y ante su sorpresa, el muro se rompió ante la impresionante fuerza, fragmentándose en pequeños trozos. Jacqueline, aunque sorprendida, no perdió la oportunidad. Apuntó con su ballesta desde el aire y acertó en el hombro del Comodoro, inutilizándole el brazo. Una vez cayó al suelo y mientras su enemigo se retorcía e intentaba quitársela (pues parecía que le había dejado inutilizado el brazo izquierdo), Jacqueline se volvió hacia el Sargento, de quien no se había olvidado, y cargó otra flecha en la ballesta, acertándole entre ceja y ceja al marine malherido, a tan poca distancia.

El Comodoro se sacó la flecha con su descomunal fuerza y contempló, furioso, el asesinato de su compañero frente a sus ojos. Jacqueline se volvió rápidamente, consciente de que había acabado sólo con uno de los peligros. El mayor de todos, los tenía frente a sus ojos.

—¡Haré que te pudras en el infierno! —vociferó el Comodoro.

Golpeó con su puño derecho, que Jacqueline logró esquivar por ser más ágil. Y en cuanto tuvo la ocasión, posó una mano en el suelo y provocó que la superficie a los pies de su enemigo se hundiera, trasladando la materia a los extremos para que se alzara como una pared circular alrededor de la prisión profunda en la que cayó el marine, con su Prison Parfaite.

La nueva pared se fusionó con el techo y el Comodoro quedó encerrado en una nueva habitación. Jacqueline, satisfecha, tenía intención de huir lo más rápido posible, pero no tuvo tiempo para escapar antes de que la materia que había movido explotara del impacto, el mismo puño que había derribado el anterior muro. Sorprendida, uno de los fragmentos dio en la cabeza a Jacqueline, provocándola un mareo durante unos segundos, suficientes para decidir el final de la batalla.

El Comodoro volvió a alcanzarla durante esa fracción de segundos. Esta vez, no se conformó con la mandíbula, sino que golpeó en pleno estómago, dejando a la pirata sin respiración durante unos agobiantes momentos. Cayó al suelo y, por primera vez, pensó que iba a morir.

Jacqueline volvía a estar en el suelo. Creía que iba a morir, pero la muerte no llegaba. Parecía como si el tiempo se hubiese ralentizado y fuese consciente de sus últimos momentos al milímetro.

—Patético —oyó en la lejanía.

Había llamado tantas veces a alguien “patético” que ya había perdido la cuenta. Resultaba una ironía del destino que fuera lo último que escuchase. ¿O no? Al fin y al cabo… seguía viva. Volvía a respirar y su corazón palpitaba sangre y adrenalina por los costados. Pero también gruñía de dolor y pedía a gritos un descanso. A pesar de los inconvenientes, nunca se había sentido tan viva. Y se dio cuenta de que no quería morir.

Recordó, de pronto, lo que sostenía entre sus dedos. Antes de que el Comodoro se diese cuenta, creyéndola ya derrotada, se alzó con rapidez, agarró el arco, una flecha y colocó el pedazo de tela en el extremo de la punta. El marine, al verla levantada, se lanzó con vehemencia para propinarle el último puñetazo. Y Jacqueline disparó.

La flecha avanzó sin desvíos hasta el puño del Comodoro, el cual atravesó como si de mantequilla se tratase. El marine aulló de dolor y Jacqueline aprovechó la oportunidad para cargar una nueva flecha y disparar. La segunda fue letal y, finalmente, el marine cayó derrotado.

La pirata, muda, no se lo podía creer. Seguía viva y… ¡había vencido! Sí, aunque lo que más deseaba era tumbarse, descansar y dormir hasta el alba. Y, a ser posible, que la curaran las heridas aunque fuese a lametones. Y gratis. Pero todo en la vida no puede ser y Jacqueline comprendió que no podía quedarse allí por más tiempo. Sino, los compañeros marines la atraparían.

—Hmp… Mira quién ha resultado ser el patético… —soltó, para aliviar un poco la tensión que sentía aún en todo el cuerpo, como si los marines pudiesen alzarse nuevamente después de muertos.

Como venía siendo la costumbre, registró los cadáveres y se llevó todo el dinero que encontró en ellos. Luego, se pudo en marcha hacia su bote. No podía permanecer más tiempo en Baterilla, después de lo que acababa de pasar, aunque una parte de ella no lamentaba el hecho de abandonar la tranquilidad. Había descubierto la verdadera emoción de ser pirata.