Las mujeres desaparecidas

Jacqueline llevaba varios días estancada en Baterilla cuando le llegaron los primeros rumores: algunas mujeres de la ciudad habían desaparecido misteriosamente. Y cada día, se iban dando nuevos casos.

La primera vez que lo escuchó, recordó inmediatamente a los piratas que había asesinado días atrás. Sin embargo, los desechó rápidamente como culpables. Aparte de que estaban muertos, incluso aunque alguno de los piratas de su tripulación siguiesen con vida, no tenía sentido que hubiesen comenzado a secuestrar gente porque no habían tenido ningún interés en los ciudadanos.

Pronto, tal y como esperaban los ciudadanos, llegó el mensaje del secuestrador: prometía liberar a todas las mujeres apresadas a cambio de una desorbitante cantidad de dinero que a duras penas podía el pueblo pagar. Y amenazaba con seguir secuestrando a más chicas cada día cuanto más demorasen su decisión.

Jacqueline lamentaba la situación de aquellas pobres muchachas, pero no tenía pensado hacer nada. Aquel era un asunto del pueblo, no suyo. Así que seguiría con sus propias labores, ajena a la desgracia y al miedo que se percibía en el aire.

O así le hubiese gustado.

Una mañana, en el puerto, uno de los chicos de la ciudad se acercó precipitadamente a Jacqueline. Se llamaban Gleiss y sólo había intercambiado un par de frases con él, ya que el joven era muy amistoso con los extranjeros. Sin embargo, en ese momento no quería charlar despreocupadamente como otros días. Parecía angustiado.

—¿¡Tú eres pirata, verdad!? —le saltó repentinamente, sorprendiendo a Jacqueline. La joven se cruzó de brazos y resopló.
—Eso depende de para quién sea la respuesta.

Gleiss tardó un poco en reaccionar tras aquella enigmática contestación. Luego, agitó la cabeza al comprender y siguió con aquel tono de urgencia.

—Pero, ¿¡eres fuerte!? —antes de que Jacqueline contestara, Gleiss se adelantó de nuevo—. ¿Te interesa un pequeño trabajo remunerado? ¡No será nada difícil, y eres la única que puede hacerlo!

Los ojos del chico eran suplicantes. Jacqueline no se dejó ablandar por ellos, e intuyó que había soltado alguna mentira en su pequeña petición. Si tan desesperado estaba, es que no era fácil. Mucho menos si sólo una pirata podía hacerlo. Jacqueline sonrió maliciosamente.

—Estoy dispuesta a escucharte, pero no aceptaré nada antes de enterarme de la recompensa y del peligro de ese encargo, pazguato —decretó.
—¡Bien! Acompáñame, mi padre te lo explicará todo.

Le cogió la mano con demasiado familiaridad para el poco contacto que tenían y tiró de ella hacia el centro de la ciudad, por algún motivo, con prisas.

Gleiss la guió hasta su casa, una morada de dos pisos que sobresalía entre las comunes del pueblo. No por nada, su padre era el propio alcalde. Quizá por eso Jacqueline sospechaba del dudoso encargo que tenían pensado pedirle, ya que una persona con su influencia podría haber conseguido personas más cualificadas y con menor precio por su cabeza.

Dentro, el alcalde les esperaba en el saloncito, una habitación bastante confortable que tenía continuamente la hoguera encendida, calentando y reconfortando el cómodo hogar del político por excelencia de los alrededores. Al verlos, el padre de Gleiss sonrió.

—¡Muy bien, chico! Veo que la has encontrado.
—¿Qué quieres pedirme? —saltó inmediatamente Jacqueline, desconfiada aún porque fuese una emboscada.
—Verás, puede que ya te hayas enterado, pero tenemos un grave problema. Varias mujeres…
—Ah. Así que se trata de eso —le interrumpió Jacqueline, quien quería saltarse toda la historia que llevaba oyendo desde hacía días en todo el pueblo. Y repitió la misma pregunta—. ¿Qué quieres pedirme?
—Por favor, ¡líberalas! Te pagaremos bien, descuida, pero debes procurar que vuelvan todas con vida. Entre ellas, se encuentra mi mujer y la madre de Gleiss. La secuestraron ayer —contó el alcalde.

Jacqueline respló y puso los ojos en blanco. Comprendió porqué había tardado tanto en pedirle ayuda: al fin y al cabo, ¿qué le importaba al alcalde que algunas mujeres de su ciudad desaparecieran? Pero otra cosa era que lo hiciese alguien querido para él. Era una actitud despreciable, pero Jacqueline no sería quien le diese lecciones morales.

—200 Berrys —propuso el alcalde, al notar su silencio, desesperado.
—300 y hecho —sonrió la pirata.

Horas después, lamentaría su decisión. No le importaba buscar al pirata y deshacerse de él dónde y cómo fuera, pero el alcalde había insistido en que debía hallar primero a las damiselas para asegurarse de que estaban bien. Por lo que tendría que llegar a ellas antes que a él. Y sólo había un modo de hacerlo.

Jacqueline no odiaba los vestidos, pero se sentía entupidamente vulnerable con ellos. Si alguien la perseguía, le costaría más correr que con pantalones. Además, si el viento se levantaba muy fuerte y había pervertidos en las inmediaciones, tendría que apalear a demasiadas personas. Por eso, con ropa más simplona y elástica, estaba más a gusto.

Por eso, cuando el alcalde le regaló uno de los vestidos de su mujer para que lo usara durante su encargo, estuvo a punto de rechazar el trabajo. Pero era demasiado tarde y no quería perder esos 300 jugosos Berrys. Así que decidió morderse la lengua y aceptar.

El plan era que se dejara ver por la ciudad como una civil más. Pasearía todo el día y trataría de escoger siempre caminos difíciles, callejones oscuros o poco transitables, para dar opción al secuestrador de llevársela. A Jacqueline no le hacía mucha gracia ser capturada, incluso a propósito, aunque se reconfortaba pensando que luego se lo haría pagar.

Tuvo que soportar el vestido y la apariencia de ciudadana legal durante todo el día. Sólo cuando se cernió la noche, el secuestrador apareció.

En ese momento, Jacqueline estaba sentada en el banco de un parque infantil que los niños ya habían abandonado hacía rato, descansando y planteándose regresar al bote para continuar al día siguiente. Total, el secuestrador necesitaba a sus rehenes vivos y un día más no supondría mucha diferencia…

—Estate quietecita y pórtate bien —oyó a su espalda. Instantes después, sintió el frío contacto de una pistola en la sien, surgido de su espalda—. Te llevaré a acogedor, ya verás. Podrás hacer amiguitas. Pero no grites o me veré obligado a prescindir de ti.

El secuestrador, dedujo de inmediato Jacqueline. Se dio cuenta de que aceptar el trabajo había sido una muy mala idea. ¡Tenía una puta pistola en la sien! ¿¡Qué no tenía de peligroso aquel encargo!? Se obligó a suprimir sus ganas de apartar el cañón y partirle la nariz a aquel tipo, porque ya que se había metido en un lío, al menos quería sacar los 300 Berrys prometidos.

—No haré nada, señor, pero por favor, no me mate —dijo con una voz dulce, de la que se había reído hasta ella misma.
—Pues en marcha. Y recuerda: no intentes nada —volvió a advertir, satisfecho de su captura, guiándola entre la noche hacia su escondrijo.

Ni siquiera salieron del pueblo. La morada del secuestrador estaba un par de calles más abajo, y era una casa como otra cualquiera. Jacqueline pensó que el alcalde había sido muy descuidado al no sospechar de un vecino y reunir una patrulla para registrar todas las viviendas. Sin duda, habría sido infinitamente más sencillo.

El secuestrador, que se situó en todo momento a su espalda y que no dejó que le viera la cara, la guió hasta el piso superior de la casa y la dejó en una de las habitaciones, encerrada con una docena de mujeres más por lo menos. No tenía muebles ni ventanas. Sólo una pequeña obertura en la puerta, para pasar la comida a los rehenes.

Las demás mujeres sólo la echaron una ojeada cuando la vieron, pero sólo una se acercó a hablar con ella. Reconoció rasgos de Gleiss en su rostro, como la misma nariz y las pecas igual de extensas, por lo que Jacqueline dedujo que se trataba de su madre, la alcaldesa de su pueblo.

—¿Estás bien, cielo? ¿No te ha hecho nada, no? No, nunca hace nada… Debes de estar asustada, pobre, pero tranquilízate, no nos hará daño, porque el pueblo pagará. Pero dime, ¿ha ocurrido algo ahí fuerta? —soltó de golpe.
—Ya se enterará cuando salga, vieja —le respondió Jacqueline, sin dirigirle más de dos vistazos—. Pero dime, ¿están aquí todas las mujeres secuestradas?
—Sí, creo que sí…

Jacqueline sonrió.

—Eso será suficiente.

Jacqueline echó la puerta abajo al tercer empujón. Las mujeres la observaron, atemorizadas por las consecuencias, en un rincón, odiando profundamente a la nueva. Ninguna se había atrevido a escapar por miedo a su raptor, pues intuían que no tendría remordimientos en matarlas si les causaba muchos problemas.

El ruido fue suficiente como para que retumbara en toda la casa. Jacqueline, sin querer perder ni un minuto, bajó las escaleras precipitadamente y encontró lo que buscaba: el secuestrador se hallaba anonadado en el comedor, que había estado escribiendo la siguiente amenaza al pueblo hasta oír aquel espantoso ruido que indicaba problemas. Aunque sorprendido, no tardó en sacar la pistola.

—¿¡Tú!? ¡Te dije que te estuvieses quieta!
—He cambiado de opinión.

Rápidamente, puso una mano en la pared, a tiempo para que un muro de piedra la cubriese de las balas del secuestrador. Refugiada, cargó su arco y, en cuanto estuvo segura de que se le habían acabado las balas, aprovechó mientras recargaba para lanzar la flecha, impactándole en el hombro. El hombre cayó al suelo dolorido, soltando el arma. Jacqueline se acercó para alejarla de él y sacó la flecha con fuerza de su brazo, para insuflarle más dolor.

—¡No, no, no! ¡Esto no puede ser verdad! ¿Cómo podré convertirme en un temible pirata siendo derrotado ahora, cuando ni siquiera he podido cobrar el dinero para hacerme con la tripulación más fuerte? —se quejó, berreando.

—¿Y quién iba a querer seguir a un perdedor como tú? —resopló Jacqueline, antes de clavarle la flecha en un punto vital para acabar con su vida. Eso era mejor que entregárselo a los marines, ya que no quería verlos por la isla, por si el alcalde pensaba en ganar más dinero con su captura.

A su espalda, las mujeres salieron temerosas de la habitación. Y al ver la situación, algunas gritaron por la sangre, mientras que otras, chillaron de alegría al verse liberadas.

Más tarde, una vez las mujeres liberadas volvieron a sus respectivos hogares, Jacqueline se hallaba en casa del alcalde, el cual no había parado de agradecerle que rescatara a su mujer de las garras de aquel pirata. Ni siquiera le importó que el criminal hubiese muerto, ya que tener allí a su esposa era suficiente recompensa.

—¡Eh, sí, el dinero! —se acordó de pronto el alcalde, entregándole los 300 Berrys a Jacqueline, que la pirata recogió ya pensando en cómo gastárselos. Cualquiera que la conociese bien sabría cuál era su siguiente parada.
—Sí, ¿sabe? Creo que lo he pensado mejor y esto es bastante poco para un rescate de tal calibre —meditó Jacqueline.

El alcalde, que se quedó con la boca abierta, intentó tartamudear, pero no le salían las palabras. Jacqueline aclaró el punto importante que quería destacar.

—Pero puedo hacer la vista gorda, siempre que mi estancia aquí sea… intrascendente —remarcó la pirata.

El hombre comprendió de inmediato lo que quería decir: nada de marines, ni fuerzas de la ley mientras Jacqueline estuviese cerca, pues al fin y al cabo, seguía siendo un objetivo. El alcalde asintió, conforme, y la pirata pudo irse más relajada, aunque como nunca confiaba plenamente en alguien, se andaría aún así con cuidado.