El tesoro oculto

Con la única intención de deshacerse de Albert y llevarlo a un lugar seguro, Jacqueline no tuvo más remedio que regresar a la isla Pouss, de dónde no conservaba tan malos recuerdos como de otras ciudades. Parecía que hiciesen años desde que había estado allí, aunque en realidad fuesen días.

—¿Adónde vamos? —preguntó Albert, desanimado.

Jacqueline no respondió. Ella tampoco lo sabía en realidad, porque, ¿qué iba a hacer con el niño? Por supuesto, no podía llevárselo para siempre. Acabaría por ser una carga. Pero tampoco era lo suficiente tirana como para abandonarlo a su suerte.

Ambos paseaban por los callejones de Pouss, ocultos de la mirada del resto de la gente. Sin nada que hacer, ni ningún sitio donde dejarse ver sin ponerse en peligro, acabaron escondiéndose. Y al final, Albert se quejó de que tenía hambre. Jacqueline suspiró y salió a por algo de comida.

En uno de los callejones paralelos al suyo, encontró a la presa idónea: un hombre dormido bajo una raída manta que le tapaba la cara, y en cuyas manos sostenía con fuerza un pequeño tesoro. Jacqueline usó toda su maña para arrancárselo sin que lo notase y sustituirlo por una lata vacía que encontró por los alrededores.

Regresó junto a Albert y, en el lugar seguro, lo abrió. Dentro había algunas provisiones de comida y 400 Berrys. No estaba nada mal para alguien que vivía en la calle.

Comenzaron a engullir los pocos alimentos que había, cuando Albert se quejó de uno en concreto.

—Puajj, huele raro —observó el niño. Se trataba de una fruta, una fresa algo deforme y algo más grande que las demás.

—Entonces ya me la como yo, quejica —decidió Jacqueline, sabiendo que, al fin y al cabo, era comida. Si fuera indigestivo, el hombre no la habría juntado con el resto de alimentos.

Jacqueline tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para comer aquella rarísima fruta. Cuando terminó, lamentó haberla probado de lo mal que parecía haberle sentado, sin imaginarse ni por un momento que aquel descuido le cambiaría la vida para siempre.

Gracias a que escuchó a escondidas cierta conversación privada entre dos mujeres, Jacqueline averiguó el mejor sitio donde dejar a Albert para que lo cuidaran. Se trataba de una casa algo apartada del pueblo, donde alojaban a los niños que se habían quedado sin hogar y sin padres. Según la información, estaba mantenida por una vieja ricachona que adoraba a los niños.

Jacqueline no podía permitirse investigar más, así que llevó allí a Albert de inmediato. La adorable anciana, al escuchar parte de la desgraciada historia del niño, aceptó sin dudar hacerse cargo del pequeño.

—Aquí hay un par de niños más de la misma edad que Albert. Podrías hacerte amiguito suyo —le animó la anciana.

Albert puso cara de asco. Jacqueline comprendió que no le gustaba, pero no tenía otro remedio. Le hizo prometer que se portaría bien antes de marchar.

—¿Te vas?

—Sólo unas horas, para comprar algunas cosas.

—Entonces ten cuidado, niña. Desde hace algunos días andan muchos piratas por la isla, buscando no se qué de un tesoro perdido.

Al escuchar las palabras “tesoro perdido”, Jacqueline cambió de idea. Pensaba marcharse cuanto antes, sin despedirse porque odiaba las despedidas, pero la idea de llenar con más dinero sus bolsillos era demasiado tentadora. Sonrió con malicia.

—Lo tendré, vieja.

Más tarde, Jacqueline pudo averiguar más cosas sobre ese misterioso tesoro perdido. Al parecer, había pertenecido a un temible pirata del West Blue en el pasado, y cuyo barco había sido encontrado recientemente en la isla. Aquello había disparado los rumores hasta el punto de que muchos aseguraban que su tesoro estaba escondido allí, aunque nunca lo habían visto.

Por supuesto, Jacqueline no se fiaba. Que hubiesen encontrado el barco no tenía porqué significar que el pirata hubiese escondido en aquella isla su tesoro. Y si así hubiese sido, habría demostrado ser muy descuidado.

No obstante, la muchacha decidió intentarlo. Salió de la ciudad y se aventuró por la zona más agreste de la isla, buscando indicios de posibles pistas. Apenas llevaba unas horas buscando cuando tuvo que esconderse rápidamente para no ser avistada por otros piratas que, por la conversación que mantenían, también querían hacerse con el tesoro. Y sus intentos no estaban dando resultados.

En cuanto se marcharon, Jacqueline continuó la búsqueda. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que tuvo que volver a esconderse de otro grupo distinto de piratas que perseguían el mismo propósito. Y mucho más tarde, la joven encontraría en otro lugar diferente a una banda entera de piratas derrotados. Seguramente se habían enfrentado a otra tripulación y habían perdido. Jacqueline, sin compasión, los dejó allí.

Cuando ya empezaba a anochecer, Jacqueline dio por finalizada su búsqueda. Suspiró. Le resultaría imposible encontrarlo con tantos rivales y tan pocos recursos. Aún así, decidió hacer un esfuerzo más antes de dejarlo.

Habían dejado el barco encontrado del pirata en uno de los muelles reservados, oculto de la mirada del resto de la población. A Jacqueline no le costó colarse en las instalaciones, debido a que la vigilancia era prácticamente nula. Sin duda, los guardias habían concentrado su defensa en los límites del puerto, para identificar a los piratas que venían por el tesoro y evitar disturbios.

El barco no era tampoco muy grande. En una corta hora, a Jacqueline le dio tiempo a investigarlo todo. Leyó por encima diarios viejos y mohosos, abrió cajones, armarios, levantó alfombras y golpeó con los puños los tablones de madera más sospechosos, para intentar identificar algún rincón oculto tras ellos. Nada dio resultado.

Sin embargo, cuando iba a darse por vencida, un extraño símbolo grabado en el escritorio del capitán le llamó la atención, pues lo había visto antes. Era, además, la misma bandera de la banda pirata. Jacqueline sacó el cofre que le había robado al viejo del callejón y vio que el símbolo de la cerradura abierta era el mismo que el de la tripulación.

Pero, ¿cómo podía ser ese un tesoro de aquel pirata? ¡Sólo contenía alimentos y muy pocos Berrys! Aunque a Jacqueline se le ocurrió que quizá había sido vaciado con anterioridad y ahora sólo estaba lleno de cosas inútiles. No obstante, pensó que, si aquel de verdad era un cofre perteneciente al pirata, ¿por qué lo había tenido un viejo vagabundo de la calle?

En cualquier caso, Jacqueline no pensaba seguir investigando el caso. Tenía el dinero suficiente para marcharse y aunque resultaba tentador conseguir más, no iba a arriesgarse a que una panda de estúpidos piratas acabase con ella al descubrirla.

—¿Te vas ya? —preguntó nuevamente Albert, al verla con la bolsa.

Esta vez, Jacqueline no le mintió.

—Sí.

A pesar de que no le gustaban las despedidas, había vuelto para ver por última vez a Albert. La chica no entendía muy bien porqué, pero había cogido cierto cariño por el crío.

—Ya no tendré ángel de la guarda —se lamentó Albert.

—Porque no me necesitas. Ahora eres mayor y has aprendido a cuidarte solo, ¿no?

Jacqueline no estaba acostumbrada a tratar con niños, pero le sonaba de haber oído que los cumplidos de ese tipo le gustaban. No se equivocó. Albert parecía un poquito más contento.

—¿Volveré a verte?

—Si te haces pirata y sales algún día al mar, puede que sí.

—¡Está bien! Mientras tanto, ¡no te dejes atrapar por los malos!

—Descuida, no lo haré, cabezón.

Jacqueline se marchó de la nueva casa de acogida de Albert y por primera vez, miró atrás, para ver por última vez (como ella en realidad pensaba) al niño. Sabía que le esperaba un viaje muy duro, pues pretendía salir del West Blue de una vez por todas. Quizá fuese al South Blue o al East Blue, aún no lo tenía muy claro. Sonrió. La aventura no había hecho más que comenzar.