Al límite de tiempo

Días atrás, de regreso a la isla Yerom debido en parte a su poca orientación por mar y a que necesitaba provisiones antes de emprender su viaje hacia el East Blue, más concretamente Loguetown para salir al Grand Line, los planes de Jacqueline dieron un nuevo vuelco inesperado.

Bebía (como siempre) en la taberna, con cuidado de no llamar la atención debido a sus anteriores delitos en aquella isla, aunque la joven consideraba que había pasado suficiente tiempo como para que se olvidaran de ella. Al fin y al cabo, a ojos de los marines no sería más que una ladrona de tres al cuarto, como tantos otros. O así le hubiese gustado que fuera.

El caso es que iba poniéndose de mejor humor cuando el día empeoró de golpe. Entró en la taberna un marine de servicio que se dirigió de inmediato hacia el tabernero. Jacqueline ni siquiera le prestó atención. Los dos hombres conversaron durante unos minutos, hasta que el marine le entregó unos folletos o algo por el estilo y se marchó por donde había venido. Y la actividad del bar continuó como si nada hubiese ocurrido.

Sin embargo, al mirar la siguiente vez a su alrededor por si alguien la reconocía, Jacqueline reparó en la nueva “decoración” que había llevado el marine y que el tabernero había puesto de inmediato tras la barra. Su propia foto le devolvió la mirada. Y bajo ella, una recompensa de 3,000.000 que, aunque tenía mucho que envidiar con las de otros, no dejaba de ser una cifra tentadora.

—¡Maldito cabrón! Debí matarlo cuando tuve la oportunidad —se le escapó a Jacqueline, enfurecida con el primer marine que la identificó.

Dejó el dinero en la mesa con furia y se marchó rápidamente con las provisiones.

No hay ningún sitio seguro donde esconderse eternamente si eres buscado por la Marina, y eso Jacqueline lo sabía. Ir a Grand Line era mucho más peligroso ahora que nunca. Pero por supuesto, ese problema no iba a detenerla.

«Bueno, ¿y qué cojones importa? Sabía que si me hacía pirata esto podría pasar. Sólo me ha pillado por sorpresa debido a que ha sido muy repentino», meditó, rumbo a la isla Momoi, el único lugar de West Blue donde nadie podría reconocerla y, con suerte, aún no habría llegado ninguno de aquellos malditos carteles, así que no tendría porqué andarse con tanto cuidado.

Además, una nueva información rescatada durante su corto periodo en la isla Yerom le había dado nuevas razones para huir lo más deprisa que pudiese: según los ciudadanos, un barco marine (con capitán incluido) había salido a buscarla por el West Blue. Jacqueline sabía que no podía fiarse de que la información fuese verídica, pero tampoco iba a arriesgarse a que la encontraran. Si los marines eran competentes, investigarían los recientes sucesos de Pouss y darían con pistas sobre su estancia, por lo que la joven confiaba en tener algo más de tiempo para desaparecer.

Navegar en el bote en solitario era muy difícil, y lento sobre todo, pero tras varios días de esfuerzo y navegación a la deriva, llegó finalmente a la isla.

Nunca había estado en Momoi, pero Jacqueline recordaba que Uriel siempre hablaba con añoranza de aquella isla. Según él, allí había conocido a la única mujer humana a la que había amado, pero un día ella lo repudió sin razón y no volvió a verla. El nombre de aquella mujer era Nympha. Jacqueline dudaba que Nympha la ayudase, pero aún así tenía pensado hacerle una visita.

Una vez llegó a Momoi, averiguó fácilmente la razón del encanto que había sentido Uriel hacia aquella isla: era bastante bella. O quizá Jacqueline sólo veía lo que esperaba ver y por eso apreciaba más lo bonito que pudiese haber allí. En cualquier caso, no se entretuvo mucho contemplando el paisaje y se dio prisa en amarrar el bote en un cabo solitario y esconderlo entre la maleza. Sería una completa inepta si dejaba que la robasen.

Se infiltró por las calles y descubrió, satisfecha, que nadie la reconocía. Tal y como había supuesto, los nuevos carteles de piratas buscados no debían de haber llegado. O puede que ninguna de aquellas gentes estuviese interesada en convertirse en cazarrecompensas. Fuera el motivo que fuese, a Jacqueline cada vez le agradaba más la ciudad.

Como cada vez que llegaba a un nuevo puerto, su primera parada fue la taberna. Si bien no se entretuvo mucho bebiendo, tuvo el coraje suficiente para encararse con el camarero.

—Oye, viejo —le interrumpió, llamando su atención—. ¿Sabes de alguna persona llamada Nympha que viva en Momoi?

—¿Nympha? —se extrañó, antes de reír a mandíbula batiente—. ¡Hacía tiempo que no escuchaba ese nombre! Si la buscas, llegas cuatro años tarde. Se tiró al mar. ¡Se suicidó! Tampoco es que llorara mucha gente su muerte, porque era una persona bastante desagradable. Lo único que lamentó el pueblo fue que dejara solo a un niño tan pequeño.

—¿Un niño? ¿Su hijo?

—Sí. Se llama Albert. Un chaval bastante misterioso. Nunca sale ni tiene amigos. Su única compañía era su madre. ¡Y la mala mujer lo abandonó…!

—¿Dónde vive? —le cortó Jacqueline.

Tras recibir las instrucciones, salió apresuradamente del bar.

Jacqueline tuvo que llamar a la puerta tres veces antes de que le abrieran. Tras ella, había un niño pequeño, de unos ocho años más o menos, rubio y de profundos ojos acaramelados, que la observaba con una mezcla de temor y desconfianza. Nada más observarle, Jacqueline perdió el entusiasmo, porque en su espalda descubierta no había ni rastro de unas alas. Había tenido la sospecha y la desconfianza de que aquel niño pudiese ser hijo de Uriel, pero al parecer no era así.

Después de descubrir que sus conjeturas eran erróneas, se habría marchado enseguida, pero el niño habló antes.

—¿Quién eres?

—Nadie. Sólo olvida que me has visto.

Se dio la vuelta y el gritito sorprendido del niño la hizo volverse de nuevo. Albert la miraba sorprendido e incrédulo, y señalaba la capa que le cubría la espalda, la cual había ondeado lo suficiente para que se dejase ver una de las pequeñas alas.

—¡Eres un ángel! —exclamó, emocionado.

Jacqueline apretó los dientes, pero se contuvo. Odiaba que se fijasen en sus alas, pero no era tan canalla como para pegar a un niño que… ¿Un niño que la había llamado ángel?

—Un momento, ¿crees en los ángeles? —se sorprendió Jacqueline. La mayor parte de la gente tomaba sus alas como unas de pega y lo asociaban a una manía rara o estrambótica de la muchacha.

—¡Claro! Mi madre conoció a uno —le contó con ojos brillantes—. Siempre hablaba de él como su…

—¡¡Shhh!! —le chistó Jacqueline, percatándose de que Albert hablaba cada vez más alto y empezaba a atraer la atención de la gente—. Aquí no, enano. Explícame todo lo que quieras, pero una vez estemos dentro.

Albert le explicó a Jacqueline que su madre se había enamorado de joven de un ángel. Según ella, había llegado a la isla como un enviado del cielo para cuidarla y protegerla, únicamente a ella. Por eso mismo siempre le recordaba con cariño.

—Pero un día él se marchó —terminó de relatar—. Y ella no lo volvió a ver.

—¿Él se marchó? ¿Eso te contó?

Albert asintió. Su historia era diferente a la versión de Uriel, como pudo apreciar Jacqueline, pero ahora que ninguna de las dos personas implicadas seguía con vida, no se podía saber qué había sucedido realmente: si fue él o fue ella quien abandonó al otro.

—¿Y quién es tu padre? —preguntó.

—No lo sé. Mamá nunca lo dijo.

Por supuesto, sin las características alas de los ángeles, Jacqueline tenía al menos claro que Uriel no era, por lo que su madre debía de haberse enamorado después. La muchacha sacudió la cabeza. ¿En qué estaba pensando? En realidad, ¿qué le importaba a ella aquella historia? Sólo estaba allí por un motivo y era que necesitaba huir.

—¿Y vives solo desde entonces, no? ¿Y cómo un renacuajo como tú puede sobrevivir en esta casa? —se interesó, observando a su alrededor. No era muy lujosa, pero tampoco un mal sitio para vivir. No obstante, el niño no podía mantenerse únicamente con una casa: necesitaba dinero para comer.

—Mi tía vive a unos pocos metros y siempre me trae la comida —explicó—. Me ofreció irme a vivir con ella, pero me negué porque sabía que este día llegaría.

—¿Este día? ¿De qué demonios hablas?

—¡El día en el que llegarías! Eres un ángel de la guarda, ¿verdad? Dime, ¿estás cuidando de alguien ahora mismo? ¿Quieres ser el mío?

Las preguntas llegaron con tal rapidez que Jacqueline tardó en procesarlas. ¿Un ángel de la guarda? ¿Ella? ¡Eso sí era gracioso! Iba a negarse cuando la asaltó un nuevo pensamiento. ¿Por qué no? Tenía razones para querer esconderse y aquella oportunidad sería única. Sonrió ante la inocencia del niño.

—Seré tu ángel de la guarda, pero antes tienes que prometerme una cosa.

—¿El qué? ¡Lo que sea!

—Que pase lo que pase, no le dirás a nadie que estoy aquí.

El plan de Jacqueline era absurdamente perfecto.

Oculta en la casa de Albert, nadie del pueblo reparó en su estancia, ni siquiera cuando los nuevos carteles de recompensas de la Marina llegaron a Momoi. Para tranquilizar al niño (aunque no lo necesitaba, porque confiaba ciegamente en ella), Jacqueline le mintió diciendo que la buscaban porque su anterior protegido había sido un pirata, y la culpaban a ella de su supervivencia.

—¿Entonces se fue hacia Grand Line? —preguntó sorprendido—. ¡Qué guay! ¿Sabes? Algún día me gustaría verlo por mí mismo… Resolver todos los misterios que encierra ese mar… Puede que me haga pirata. No te enfadarás si lo hago, ¿verdad?

—No —rió Jacqueline, pensando en la ironía de la situación—. Pero ten cuidado con no dejar a nadie vivo que pueda reconocerte o te harán un estúpido cartel de recompensa.

Cada día la tía de Albert le visitaba y le llevaba comida, aunque no se quedaba durante mucho tiempo. Durante aquellos momentos, Jacqueline se escondía en el sótano para pasar inadvertida, aunque la conversación entre los parientes le llegaba por el hueco de la escalera. Siempre, al marcharse, su tía le pedía que tuviese cuidado con “los abusones”. Tras varios días escuchando la misma advertencia, Jacqueline decidió preguntarle a Albert.

—¿Los abusones? —el tono anterior de Albert pasó de alegre a temeroso. Tragó saliva antes de contestar—. Son… Bueno, ellos son…

—Albert, recuerda que no me puedes ocultar nada.

—Ellos son… Son bandidos. Llegaron a Momoi hace algunas semanas y se instalaron a las afueras, aunque dicen que muchos de ellos viven en la casa del médico del pueblo, ocultos. Amenazaron al alcalde con destruir el pueblo si avisaba a la Marina y desde entonces abusan de nosotros. Aunque hay marines por las calles, los bandidos son demasiado astutos. Ninguno se ha dado cuenta de su presencia, aunque mi tía dice que es cuestión de tiempo.

—Ya veo.

—Desde que llegaron, mi tía está intranquila. Se alegra de que no salga de casa, por si alguno de ellos repara en mí. La mayoría de las madres han hecho lo mismo.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí encerrado?

—No sé. Mucho, mucho tiempo.

Se le veía entristecido. Aunque Albert se sentía más a gusto en casa que fuera, añoraba el aire de la calle. Jacqueline había estado lo suficiente con él para notarlo. Y por primera vez, sintió lástima de su situación. La compasión no iba demasiado con ella, pero en algún momento aquel pequeño niño había comenzado a cautivarla. Porque al fin y al cabo, al igual que ella, se sentía muy solo.

Jacqueline se mordió el labio, sorprendida de lo que estaba a punto de decir.

—Oye, ¿quieres que salgamos?

—¿Lo dices en serio?

—¿Y por qué iba a mentir, idiota? Al fin y al cabo, soy tu ángel de la guarda.

Al igual que Albert, Jacqueline estaba deseando salir fuera. Después de varios días encerrada en las mismas cuatro paredes, deseaba caminar libremente y volver a ver el mar. No podía hacerse a la idea de cómo el niño podía haber aguantado tanto tiempo en ese estado.

Aún así, se mantuvo lejos de la ciudad. Lo llevó al campo, a las afueras de la ciudad, y dejó que corriera y se divirtiera por allí, mientras ella se tumbaba en la hierba y dejaba que los rayos del sol la bañasen por primera vez en mucho tiempo. Se sintió nuevamente libre. Lo único que echaba de menos era el sake.

Caminó con Albert durante todo el día, e incluso le enseñó el bote en el que había llegado a la isla, y obligó al niño a que la ayudase a limpiarlo y a ocultarlo de nuevo. Porque seguía siendo su ruta de escape, al fin y al cabo.

Con las últimas luces del día, ambos se dirigieron hacia la ciudad para volver a casa de Albert antes de que su tía llegase y se percatara de su desaparición. Si se llegaba a enterar, puede que incluso obligara al niño a irse a vivir con ella y los terminara separando.

Durante el camino de regreso, Albert observaba con entusiasmo las alas de Jacqueline, las cuales había dejado por una vez libres de aquella capa para relajarse.

—¿Puedo…? —comenzó a decir.

—¡Ni se te ocurra, pulga!

Jacqueline iba a añadir más advertencias acerca de mirar, observar, curiosear, contemplar, rozar, tocar y demás acciones hacia sus alas cuando escuchó pasos cercanos. Cogió a Albert de la mano y lo ocultó en un callejón cercano, junto a los cubos de la basura. Las personas que pasaron por la misma calle que habían estado transitando no repararon en su presencia y siguieron con su conversación.

—Ha sido mucho más fácil de convencer de lo que esperaba —decía el de la voz más desagradable.

—¡Se ha echado a temblar en cuanto te ha visto, jefe! “Por favor, no me mates, ¡piedad, piedad! Tengo hijos que alimentar esperándome en casa. ¡Se lo suplico!” —y estalló en risas tras la perfecta imitación.

Sus voces se perdieron al entrar en una casa cercana. Albert se asomó del escondrijo, antes de que Jacqueline lo considerara seguro y salieran nuevamente los dos.

—Han entrado en la casa del médico —murmuró, asustado.

—Ese no es nuestro problema —hizo notar Jacqueline—. Andando o llegaremos tarde.

Interiormente, Jacqueline cruzó los dedos para que la pandilla de bandidos no fuese tan idiota como parecían aquellos dos, pues se le acababa de ocurrir una terrible idea que podría dar al traste con sus planes. Porque, al fin y al cabo, si los bandidos usaban una casa común para esconderse y los marines acababan por descubrirles, ¿qué les impedía registrar el resto de casas para comprobar que no hubiese ninguno más?